Españolas olvidadas Doña Isabel Barreto de Castro, la primera almiranta

Isabel de Barreto, la primera almiranta de la historia

Isabel de Barreto, la bella y elegante esposa del descubridor de las Islas Salomón, no se limitaba a acompañar a su marido en sus viajes.

Ella era parte vital de la expedición y algo más que su fiel consejera, de ahí que cuando el marido falleciese en una de sus grandes expediciones, doña Isabel tomase el mando de la escuadra y tratase de terminar su obra con toda legitimidad.

Isabel de Barreto había nacido en el seno de una familia noble de Pontevedra hacia 1567. Su padre, Fernando de Barreto había sido gobernador de las Indias portuguesas e Isabel, que sabía leer y escribir, devoraba con fascinación desde muy pequeña sus libros de navegación y las aventuras de los viajeros y conquistadores que se lanzaban al descubrimiento de los lugares más remotos del globo. Para leer aquellos libros, Doña Isabel debía dominar el latín, que era la lengua de divulgación de la ciencia, y no le resultaban desconocidos los mapas cartográficos, ni la cosmología, ni los conocimientos geográficos que se manejaba por entonces.

Isabel viajó a Perú a la tierna edad de 18 años y allí conoció al que sería su marido y compañero de andanzas, don Álvaro de Mendaña, el famoso aventurero, 25 años mayor que ella – pero aún fornido y saludable – que había descubierto las Islas Salomón. En efecto, algunos años antes de conocer a la que sería su esposa, don Álvaro de Mendaña había partido al mando de una expedición patrocinada por su tío, el presidente de la Real Audiencia de Lima, don Lope García de Castro, para explorar el sur del Pacífico donde los incas hablaban de la existencia de islas tan repletas de oro que los españoles ya las comparaban con la Tierra de Ofir, donde estaban las islas del rey Salomón.

La expedición partió de Lima un 20 de noviembre de 1567, precisamente el mismo año en que se cree que vio la primera luz la que habría de ser su mujer. Contaba don Álvaro con 25 años y comandaba dos navíos y unos 150 hombres con tantas ansias de gloria y aventuras como él mismo. En enero del año siguiente tomaron tierra por primera vez, probablemente en alguna de las que hoy se conocen como islas Tuvalu. Unas semanas después, el 7 de febrero de 1568, arribarían en Santa Isabel, la primera de las Islas Salomón que era pisada por un europeo. Según describiría Mendaña, su primer contacto con los lugareños fue musical, puesto que los españoles tocaron la guitarra y el timbal y los indígenas les correspondieron haciendo sonar una concha.

Mendaña se quedó en Santa Isabel y llegó a hacer amistad con uno de los caciques locales mientras una parte de la expedición partía en busca de nuevas islas. En aquella primera expedición llegaron a visitar hasta veinte islas de las 990 que componen el archipiélago, entre ellas la de Guadalcanal, cuyo nombre viene del pueblo sevillano de Pedro de Ortega, capitán de una de las naves. En aquella isla, famosa por ser escenario de uno de los combates más sangrientos de la 2ª Guerra Mundial, los españoles comprobaron la furia de las tribus autóctonas.

Mendaña y sus hombres sufrieron en aquella isla una penosa derrota que además no sería la última. Con el tiempo comprobaron que su amistad con los caciques de Santa Isabel iba a ser la excepción del viaje: los pobladores de aquellas islas remotas eran extraordinariamente belicosos, además de antropófagos. Sin contar con fuerzas suficientes para hacerles frentes, Mendaña ordenó el regreso al Perú sin dejar, como había previsto, una misión permanente en las islas que había descubierto. Dos años después de haber partido, arribó de nuevo el aventurero en Lima, con asombrosas historias que contar y un gran descubrimiento a sus espaldas pero muy lejos de poder hablar de gloria o fortuna como había previsto.

Desde entonces, don Álvaro de Mendaña no pensó en otra cosa que en regresar a aquellas islas y llegar a colonizarlas, pero sin gloria y fortuna no fue capaz de reunir la suma que hacía falta para organizar una expedición en condiciones. Además, su tío García de Castro, que en el momento de partir la expedición ejercía de gobernador interino del Perú, tuvo que regresar a España y dejar su cargo al verdadero gobernador, por lo que Mendaña perdió un apoyo vital para sus aventuras. Sí logró, don Álvaro, las capitulaciones de parte de Felipe II para regresar a Salomón como adelantado de aquellos mares, pero tuvo que dejar en fianza 10.000 ducados, lo que le dejó arruinado e imposibilitado para un nuevo viaje.

La convicción de Isabel de Barreto

Veinticinco años tuvieron que pasar hasta que don Álvaro de Mendaña se vio capaz de reunir una nueva expedición. Veinticinco años y una bella esposa, doña Isabel de Barreto, mujer de gran determinación y cuyas ansias de aventuras superaban a las de su marido y le insuflaban nuevas ilusiones. Además, se daba la casualidad de que doña Isabel había llegado a Perú en el séquito de la mujer del virrey, doña Teresa de Castro, que pudo influir en su marido para que apoyase a la pareja en su viaje. No hacía falta mucha persuasión, el virrey, García Hurtado de Mendoza, había sido en su juventud un notable soldado y escuchaba con añoranza las historias que don Álvaro le contaba sobre las islas Salomón.

En su segunda expedición, don Álvaro de Mendaña contaría con cuatro navíos y más de 400 personas, entre ellas un avezado hombre de armas, Pedro Marino Manrique – más inclinado a tirar de espada que al parlamento – con la misión de proteger al grupo y dominar a los belicosos indígenas. La expedición parte de Lima en junio de 1595 y su primer descubrimiento son las islas marquesas, que bautizaron como Islas Marquesas de Mendoza en honor a la virreina. Tal y como hiciera en su primer viaje, Mendaña quiso entablar relaciones pacíficas con los indígenas, pero aquella expedición era mucho más huraña y pendenciera que la primera y a la más mínima confusión, sus acercamientos terminaban en una batalla abierta con las tribus. Mendaña reprochó a Marino su carácter violento y la relación entre ellos se enrareció hasta el punto de llegar en alguna ocasión a las manos.

Aquella bicefalia no era buena para una expedición en tierras tan remotas y hostiles, donde era necesaria una fuerte jerarquía, de modo que Mendaña, aconsejado por su mujer, se decidió a dar muerte al alborotador. Como Marino también tenía sus partidarios, se desató una batalla campal entre los más leales de uno y otro bando hasta que Mendaña y sus hombres ajusticiaron a los traidores y restablecieron el orden, si bien aquella escaramuza no otorgó mayor autoridad al almirante, sino más bien lo contrario: removió las voces discordantes entre la marinería, que empezaba a dudar de que aquel hombre recordase el camino hacia las Salomón después de 25 años.

Muere Mendaña, nace la primera almiranta

En esta difícil tesitura se encontraba la expedición cuando don Álvaro cae enfermo de malaria y muere a los pocos días. Antes de expirar, viéndose ya imposibilitado, el almirante llamó a sus leales, entre ellos el piloto mayor, Fernández de Quirós, y transfirió el mando a su esposa, que se convertía de hecho en la almiranta y adelantada de aquellos mares. Claro que si lo era de hecho, debía ganárselo de derecho, lo cual no era fácil ante aquellos hombres desencantados de la autoridad de su fallecido marido.

La primera orden de la adelantada fue coser el cuerpo de su marido y guardarlo en una caja para enterrarlo cristianamente en la primera isla que encontrasen, orden obedecida por sus hombres a pesar de la costumbre marinera de lanzar el cuerpo al mar en estos casos. Al regresar de la isla, doña Isabel notó el mar espeso y una fina lluvia viscosa y caliente que caía sobre la cubierta. La zona era volcánica y la tripulación pensó que algún volcán podía estar entrando en erupción, por lo que la almiranta ordenó poner rumbo al océano para salvar cuanto antes los arrecifes de coral que bordeaban la costa. Pronto se formó una ola formidable frente a ellos, un auténtico tsunami de varios metros que amenazaba con engullirles para siempre.

Pedro Fernández de Quirós ordenó al timonel que pusiera una cuarta al oeste para atravesar la ola de proa, lo más perpendicular posible, pues era la única manera que veía de salir de allí con vida, y como el timonel no acertaba a reaccionar, le apartó de un bofetón y tomó el mismo los mandos. Aquello parecía la viva imagen del infierno. Bajo el barco, el mar embravecido y a su alrededor, el cielo enrojecía y caía sobre ellos ceniza encendida. La actividad volcánica había creado un maremoto y la expedición había salido indemne gracias a la pericia de su piloto, que sin haber visto jamás volcanes ni maremotos, tuvo la sangre fría de enfrentarse a aquello como le aconsejaban la intuición y la experiencia, sin desfallecer ni un segundo.

Tras aquel suceso el liderazgo de la capitana creció entre los marineros pero los desperfectos eran muchos y la moral, en general, baja. Una parte importante de la tripulación quería dar media vuelta y regresar a Perú y se erigió entre ellos un rudo marinero llamado Medina que quiso hablar ante la adelantada, tratándola con bastante descortesía y exigiéndole el regreso inmediato. Ante tal muestra de desprecio, la almiranta, que no llegaba a los 25 años, ordenó que colgaran al hombre de la verga mayor y lo mantuvo allí durante un día completo antes de arrojarlo al mar. La adelantada sabía que si toleraba faltas de respeto su autoridad quedaba mermada y su vida corría serio peligro.

Doña Isabel estaba empeñada en encontrar las islas Salomón y ordenó a su piloto encaminarse hacia ellas, pero nadie sabía con certeza dónde estaban y ni siquiera su fallecido marido había dado muestras de recordarlo con claridad. De modo que pusieron rumbo al sur y sin saberlo, pasaron cerca de las islas que tan afanosamente buscaban, aunque nunca lo sabrían. En el camino, hicieron escala en otra isla que bautizaron como Espíritu Santo y que hoy se conoce como Nuevas Hébridas. Allí encontraron agua y animales, así como huesos humanos que parecían restos de un banquete y un desagradable botín de cabezas disecadas y reducidas. Cuando deshacían el camino rumbo al barco, los españoles conocieron a sus caníbales anfitriones, que alcanzaron a uno de los hombres con un dardo envenenado. Todos querían salir de allí cuanto antes pero la almiranta decidió hacer noche y vengar la vida de aquel pobre marinero que no había hecho más que coger un poco de agua y un cerdo salvaje, sin haber levantado un brazo contra aquellos salvajes que justificase su muerte.

Vestida con las ropas de su marido, doña Isabel encabezó la hilera de hombres que regresaban al poblado en silencio y con los aceros desenvainados. Sin ser detectados cayeron por sorpresa sobre los indígenas dando muerte a la mayoría de ellos y haciendo desaparecer su poblado pasto de las llamas. A pesar de estas aventuras que reforzaban a la capitana, la expedición empezaba a ser un despropósito. Las reservas de comida se pudrían en las bodegas, donde las ratas campaban a sus anchas, el agua escaseaba y las tormentas dejaban paso a una calma chicha que se prolongaba durante días. La capitana estaba ya convencida de que debía poner fin a la búsqueda de las Salomón y poner a salvo a sus hombres en Filipinas, pero ni siquiera aquella ruta conocida era fácil de encontrar, perdidos como estaban en el sur del Pacífico.

Por fin una tarde, arribaron en una isla donde todos sus habitantes eran pacíficos y pudieron saber que estaban más cerca de su destino de lo que pensaban. Los españoles supieron que el cabo que tenían enfrente era el Espíritu Santo y el puerto de detrás, la bahía de Cobos. Todos se arrodillaron y dieron gracias a Dios por aquel descubrimiento. Por fin habían llegado a Filipinas. Sólo la nave capitana, la San Gerónimo, entró en el puerto de Manila guiada milagrosamente por Pedro Fernández de Quirós. Apenas se mantenía a flote y las velas estaban tan hechas jirones que apenas se sostenían en las vergas. Era el 11 de febrero de 1596 y toda la población de Manila deseaba ver a aquella joven que había hecho la hazaña de navegar los mares del sur como almiranta de una escuadra de su majestad.

Doña Isabel bajó del barco espléndida, con la mirada altiva y serena, a pesar del hambre y las penurias. Parecía una reina entre aquella tripulación cochambrosa. Al contrario que su tropa, la almiranta se había bañado a diario y aquella limpieza le había mantenido a salvo de enfermedades e infecciones. Durante meses fue la gran atracción de la isla y algunos le llamaban ‘la gobernadora’, como si realmente hubiera encontrado las Salomón y las hubiera colonizado. Dos mujeres habían sido adelantadas antes que doña Isabel de Barreto, doña Juana de Zárate en Chile y doña Catalina Montejo en Yucatán, pero sólo Isabel condujo además una escuadra, lo que la convirtió en la primera almiranta no sólo de España, sino de toda la historia.

La expedición en color claro es el primer viaje del español Mendaña al Pacífico (1568), quien descubrió las islas Salomón. La expedición en oscuro es el viaje de Quirós en 1606, quien descubrió las Vanuatu

LA ODISEA DE ISABEL BARRETO, ADELANTADA DE LAS ISLAS SALOMÓN Y ALMIRANTE DE LA FLOTA DE SU MAJESTAD FELIPE II.

No se conoce ni la fecha ni el lugar de nacimiento de Isabel Barreto. Se la supone gallega de nacimiento aunque algunos autores marcan su origen como portugués. Lo que sí sabemos es que hacia 1585 se encontraba en Perú junto a su familia que había llegado en el séquito de Teresa de Castro, esposa de Don García Hurtado de Mendoza, Marqués de Cañete, el nuevo titular del virreinato de Nueva Castilla. Allí se casó Isabel con el adelantado Álvaro de Mendaña, quien arruinado como estaba por sus expediciones, encontró en aquella veinteañera la posibilidad de arreglar sus asuntos financieros y conseguir la influencia que necesitaba para emprender, de nuevo, viaje a unas islas Salomón descubiertas por él mismo hacía más de veintiséis años.

De Álvaro de Mendaña sí se conocen más datos, algunos de ellos lo muestran como uno de los exploradores más importantes de la corona española a fines del Quinientos.

Leonés de la comarca del Bierzo, nació en 1542 y falleció en la isla de Santa Cruz, en el archipiélago de las Salomón, en octubre de 1595, perdiéndose sus restos en el océano Pacífico.

Mendaña arribó a América acompañando a su tío Lope García de Castro cuando éste fue nombrado presidente de la Real Audiencia de Lima en 1567. Como quiera que el cargo de virrey de Nueva Castilla estaba vacante a la llegada de Lope, él mismo asumiría los dos importantes cargos (1564-1569).

Los incas habían contado a los conquistadores españoles de la existencia de unas misteriosas islas en medio del Pacífico que estaban atestadas de oro, asunto éste del que Pedro Sarmiento de Gamboa se haría eco en su Historia de los Incas. La leyenda de la mítica Ophir, de la que habían escrito y con la que habían soñado Marco Polo y Cristóbal Colón, ignotas islas de las que se aprovisionaba el rey Salomón de los metales nobles que necesitaba, espoleó el afán aventurero de Mendaña quien, junto a la inestimable ayuda de su tío el virrey, pronto se vio encargado de la misión de hallar las islas del rey judío, debiendo enfrentarse para ello a las pretensiones de otro explorador español, Pedro Sarmiento de Gamboa que reivindicaba con lógica de la época el nombramiento para tal misión y que, al parecer, fue quien las bautizó con este nombre.

Primer viaje de Mendaña.- Dos fueron los navíos al mando de Mendaña, “Los Reyes” y “Todos los Santos”, de 200 y 140 toneladas respectivamente, una inversión de 10.000 ducados que dejó prácticamente arruinado a Mendaña. Cada una de estas naves estaba dirigida por Hernando Enríquez y Pedro Sarmiento de Gamboa, junto a Pedro de Ortega, maese de campo siendo nombrado como piloto mayor Hernán Gallego. Ciento cincuenta hombres, entre soldados, marineros, esclavos y 4 sacerdotes, formaban la expedición. Una expedición que, además, tenía como objetivos encontrar la Terra Australis, explorar sus recursos y estudiar las posibilidades de fundar allí un establecimiento permanente.

Finalmente, la primera expedición de Mendaña al Pacífico partió de El Callao un 20 de noviembre de 1567. El 7 de febrero los españoles llegaron a la primera de las islas Salomón, a la que bautizaron como Santa Isabel, explorando y bautizando las 33 islas cercanas, entre las cuales se encontraron: Ramos (Malaita), Florecida (“cuyos moradores se enrubian el cabello, huyen del arcabuz, tocan arma con caracoles y tambores, comen carne humana”), La Galera, Buena Vista, Flores, San Dimas, San Germán, Guadalupe, Guadalcanal (según Landín, el nombre se debe a Pedro de Ortega ya que era oriundo del poblado sevillano del mismo nombre), San Juan (Uki ni Masi), Tres Marías (Olu Malua), San Urbán (Rennell), Santa Catalina, Santa Ana, San Jorge (que mantiene el nombre en la actualidad), San Cristóbal Makira), San Nicolás (la actual Nueva Georgia), Arrecifes o San Marcos (Choiseul), regresando el 25 de mayo a Santa Isabel y fondeando en la bahía bautizada como de la Estrella (tal vez la actual Kesuo Cove).

Los tres meses que pasaron los españoles en Santa Isabel los dedicó Mendaña, bajo una lluvia pertinaz, a explorar la isla, ordenando construir un pequeño bergantín, el “Santiago” de 30 toneles, para reconocerla por el interior de sus ríos. Los enfrentamientos con los nativos fueron constantes y todavía, hoy en día, se habla en aquellas lejanas islas de legendarios “salvajes blancos”.

Aunque no encontraron oro, el nombre de las islas Salomón ya había hecho fortuna, pero las innumerables bajas sufridas por los expedicionarios, de los 160 que habían salido de Perú tan sólo restaban 58 medio sanos y faltos “de munición de plomo y mecha, con las llaves dañadas de los arcabuces”, obligó a Mendaña a escuchar el parecer de sus hombres, regresando a la mexicana ciudad de Santiago de Colima. Como todo botín, los españoles llevaron en su regreso a algunos nativos, muestras de clavo, nuez moscada y jengibre. También anotó a modo de inventario que en la isla de San Cristóbal los ríos eran ricos en oro.

Tras un disparatado periplo, a su llegada al Callao el 22 de junio de 1569, el almirante Mendaña pregonó la buena nueva del descubrimiento. Pero pronto se vio más bien como el desastre de las Salomón, a lo que contribuyó el negativo parecer del capitán Pedro Sarmiento de Gamboa. En 1574 hubo una comisión de investigación sobre la frustrada expedición salomónica pero finalmente Mendaña pudo salir bien parado de la misma merced a sus contactos políticos (su tío García de Castro, el antiguo virrey formaba ahora parte del Consejo de Indias) y a sus explicaciones no muy alejadas de la realidad: Había estado a punto de entrar en contacto con la ignota Terra Australis y, sobre todo, la habitaban millones de almas paganas esperando ser cristianizadas. Y, además, aseguraba que había fabulosos ríos plenos de oro. ¿Se podía pedir más?

Las autoridades coloniales, insatisfechas de los resultados del viaje de Mendaña en cuanto a haber hallado oro y enfrentados al anterior virrey, su tío, fueron posponiendo sus planes para que volviese a las Salomón para proceder a su colonización, a pesar de que el adelantado tenía permiso del monarca Felipe II, un soberano que le había recibido en su residencia de El Escorial y al que había convencido de volver a las Salomón, aunque el rey, necesitado de dinero por la quiebra de su Hacienda, exigió “una finanza de diez mil ducados, a contento de los de Nuestro Consejo de Indias o de nuestros oficiales de la casa de Contratación.”

El 27 de abril de 1576 se firman las nuevas Capitulaciones entre Felipe II y Álvaro de Mendaña para hacer posible su conquista y evangelización. Mediante éstas, se le hace gobernador de las nuevas tierras de en las islas del Poniente y Adelantado en las Salomón, oficio concedido por el rey de España en forma vitalicia o en propiedad que implicaba que se podía nombrar regidores y otros cargos en los pueblos de nueva creación, designar interinamente oficiales de la Real Hacienda, redactar ordenanzas para el gobierno de los territorios descubiertos y/o conquistados, organizar el trabajo en las minas, dividir su provincia en distritos, así como organizar milicias y nombrar capitanes.

Estas Capitulaciones son semejantes a tantas y tantas que se despacharon los monarcas españoles en las que, a cambio de unos hipotéticos títulos y beneficios, el esfuerzo económico recaía en el futuro conquistador: “Todo ello a nuestra costa y misión, sin que Nos ni los Reyes que después de Nos fueren, seamos obligados a vos socorrer con cosa alguna de nuestra hacienda para ayuda de ello.”

En su viaje de vuelta al Perú, Mendaña fue encarcelado en Panamá por un celoso gobernador que deseaba vengar antiguas querellas contra su tío el virrey del Perú, manteniéndolo cuatro largos días encerrado entre delincuentes comunes.

Poco se sabe de los muchos años que pasó Mendaña en Lima hasta que un nuevo virrey, García Hurtado de Mendoza, Marqués de Cañete, se avino a patrocinar la nueva expedición veintiséis años más tarde, con un Mendaña ya frisando la cincuentena pero con una esposa veinteañera de carácter muy fuerte, Isabel Barreto, quien influyó notablemente en que se emprendiera un nuevo viaje al archipiélago de las Salomón debido a sus estrechas relaciones con la familia del nuevo virrey. La boda, celebrada en Lima en 1586, también arrojaría un poco de liquidez a la ruinosa hacienda de Mendaña que podría, de esta manera, financiar su nueva expedición cuyo objetivo oficial era establecer una colonia española en aquellas lejanas islas para impedir que los corsarios ingleses atacaran las Filipinas o la costa americana del Pacífico.

La segunda expedición de Mendaña.- Cuatro barcos eran los encargados de transportar a los expedicionarios, trescientos setenta y ocho hombres y unas noventa y ocho personas entre mujeres y niños, entre las que se hallaban pasajeros con sus mujeres y esclavos bien dispuestos a fundar una nueva colonia que les haría ricos y para lo que no dudaron en empeñar todas sus pertenencias en Lima, llenándose mil ochocientas botijas de agua. El piloto mayor de la expedición era el portugués (entonces con ambos reinos unidos en una sola corona) Pedro Fernández de Quirós, quien mantendría constantes enfrentamientos con Isabel Barreto, esposa de Mendaña, así como con el maese de campo, Pedro Marino Manrique, y el propio Mendaña. Igual sucedería con los tres hermanos de Isabel que marchaban en la expedición: Lorenzo, nombrado general por el Adelantado, Diego y Luis.

Los barcos que salieron definitivamente de la peruana Paita un 16 de junio de 1595 fueron:

- “San Gerónimo”, como nave capitana, galeón de 200 a 300 toneladas. Cuyo capitán y piloto era Fernández de Quirós.

- “Santa Isabel”, nave almirante, galeón de 200 a 300 toneladas. Antes de comenzar la expedición, en el surgidero peruano de Cherrepe la vieja “Santa Isabel” fue cambiada por una nave más moderna propiedad del sacerdote italiano Alonso Manero de Firenza, al que tuvieron que indemnizar ante sus protestas de requisamiento del navío. Capitán: Lope de Vega, casado con una hermana de Isabel. Navío desaparecido el 7 de septiembre de 1595. - “San Felipe”, galeota de 30 a 40 toneladas. Propietario y capitán: Felipe Corzo. Desaparece el 10 de diciembre de 1595.

- “Santa Catalina”, fragata de 30 a 40 toneladas. Propietario y capitán Alonso de Leyva. Desaparece el 19 de diciembre de 1595.

La narración del viaje que conocemos, aunque existen varias de diversos autores, se debe al poeta sevillano Luis Belmonte Bermúdez, secretario de Pedro Fernández Quirós y cronista de sus viajes, quien nos relata la salida de los expedicionarios por boca de Quirós ya que él no figuró en esta expedición, según la relación de viajeros del Archivo de Indias: “Larga trinquete en nombre de la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, tres personas y un solo Dios verdadero. Que sea con nosotros y nos guarde y nos guíe, y acompañe y nos dé buen viaje a salvamento, y nos lleve y vuelva con bien a nuestras casas”.

Las islas Marquesas.- La primera isla que se encontró fue bautizada como La Magdalena (Fatu HIva) “por ser víspera de su día. Entendiese ser la tierra que se buscaba, a cuya causa fue muy alegre para todos su vista, celebrando haber venido a popa, breve el tiempo, amigo el viento, bueno el pasto, y la gente en paz y sana y gustosa. Hiciéronse en el viaje quince casamientos y ya parecía a todos correr parejas con la buena fortuna, grandes las esperanzas, muchas las cuentas y ninguna del bien de los naturales. Dijo el adelantado Mendaña al vicario y capellán que con toda la gente de rodillas cantasen el Te Deum laudamus, y que diesen gracias a Dios por la merced de la tierra, lo cual se hizo con gran devoción”.

Al día siguiente, ya dudando si aquella era la tierra buscada y prometida, los expedicionarios se vieron rodeados por más de setenta canoas pequeñas en las que se embarcaban varios cientos de nativos: “Casi blancos y de muy gentil talle, grandes, fornidos, membrudos, bueno el pie y la pierna, y manos con largos dedos; buenos ojos, boca y dientes y las demás facciones; de carnes limpias, en que mostraban bien ser gente sana y fuerte; hasta en el hablar eran robustos. Venían todos desnudos sin parte cubierta; los cuerpos y rostros todos muy labrados con un color azul, y dibujados algunos pescados y otras labores; los cabellos, como mujeres, muy crecidos y sueltos; algunos los traían cogidos y con ellos mismos dadas vueltas, muchos de ellos rubios y había lindos muchachos que daba gusto el verlos…”

Pronto tan idílico panorama se trocó en grave enfrentamiento cuando los nativos arramblaban con todo el metal que veían ante sus ojos y el adelantado Mendaña lo prohibió: “Tocáronse caracoles y dando con los canaletes en las canoas se embravecían todos, algunos sacando lanzas de palo que traían arrizadas y otros con piedras en hondas, que no traían otras armas. Con buen ánimo empezaron a tirar piedras con que hirieron a un soldado. Los soldados con sus arcabuces apuntaban y, como había llovido, no tomaba fuego la pólvora. Fue de ver el ruido y grita con que los indios llegaban y como algunos, cuándo se veían apuntar, se ponían colgados de las canoas dentro en el agua o detrás de otros indios. A un indio viejo se le dio un pelotazo en la frente de que cayó muerto y otros siete u ocho con él y, heridos algunos, se fueron quedando y nuestros navíos andando; y luego vinieron en una canoa dando voces tres indios, el uno traía un ramo verde y una cosa blanca en la mano y parecía señal de paz: parece que decían que fuésemos a su puerto; mas no se hizo y así se volvieron dejando unos cocos”.

Localización de las islas Marquesas en el Pacífico Sur.

Este primer archipiélago que encontraron fue bautizado con el nombre de islas Marquesas de Mendoza, en homenaje al Diego Hurtado de Mendoza, Marqués de Cañete, poniéndoles nombre a las cuatro que divisaron: San Pedro, a diez leguas al norte de la Magdalena, la Dominica y Santa Cristina (tal vez Tahuata). Allí, en la Dominica, tuvo lugar otro enfrentamiento entre nativos y españoles cuando éstos bajaron a hacer la aguada: “Salieron muchos indios en muchas canoas y acercándose les cercaron. Los nuestros mataron a algunos y uno por salvarse se agarró a otro, su hijo, y se echaron a nado, aferrados, los dos fueron a fondo de un arcabuzazo…” Al día siguiente, los españoles saltaron a tierra en Santa Cristina y los nativos les recibieron amablemente dándoles cocos y otras frutas: “Salieron las indias. Afirman los soldados ser muchas de ellas muy hermosas y que fueron fáciles de sentarse junto a ellos en una conversación y regalarse todos de manos…” Señala el cronista que estas muchachas eran “lindas de piernas, bellos ojos, rostro, cintura y talle, y… algunas más hermosas que damas de Lima, y andaban con cierta cobertura de pechos abajo…”

El veintiocho de julio, una vez atracados en la isla de Santa Cristina, en el puerto que se bautizó como de la Madre de Dios, “salió a tierra el adelantado y llevó a su mujer Isabel Barreto y la mayor parte de la gente a oír la primera misa que el vicario dijo, a que los indios estuvieron de rodillas con gran silencio y atentos, haciendo todo lo que veían hacer a los cristianos, mostrándose muy de paz. Asentase junto a Doña Isabel, a hacerla aire, una muy hermosa india y de tan rubios cabellos que procuró hacerla cortar unos pocos, y por ver que se recató, lo dejaron de hacer por no enojarla”.

La idílica tranquilidad no duró demasiado tiempo ya que la crueldad del maese de campo, en opinión de Quirós, llevó a españoles y nativos a un nuevo y cruel enfrentamiento que finalizó con el ahorcamiento de muchos de ellos para que sirvieran de ejemplo… El relato del piloto mayor cuenta de que más de doscientos indios murieron en los enfrentamientos con los españoles.

Tras explorarlas y tomar posesión de las Marquesas, Mendaña quiso poblar las cuatro islas proponiendo que se quedaran allí treinta hombres, algunos casados pero “mostráronse los soldados quejosos de esto y, sabida la mala voluntad, cesó la suya buena”. El relato de Quirós deja una abundante descripción de los nativos, el paisaje, los frutos y los animales que poblaban las Marquesas. Un archipiélago donde vivieron y fueron enterrados, muy cerca uno del otro, en Atuona en la isla de Hiva-Oa, dos personajes francófonos importantes: el pintor Paul Gauguin, que nos dejó innumerables pinturas de las islas y sus gentes, y el cantautor belga Jacques Brel, compositor de una bella canción, homenaje a al archipiélago, “Les Marquises”. Éste fue también el escenario elegido por el novelista norteamericano Herman Melville para algunas de sus más famosas novelas, entre ellas Taipi. Un Edén caníbal, ya que el autor de Moby Dick recaló durante varios meses de 1842 en la isla de Nukuheva.

En las islas de Santa Cruz.- Tras abandonar este archipiélago, los españoles navegaron hacia el oeste pasando por delante de algunas de las islas que posteriormente formarían parte del archipiélago de las Cook y Tuvalu. Según el secretario de Quirós, “ya iban en este paraje los soldados algo necesitados de sufrimiento y así, cansados y gastadas las esperanzas, formaban públicas y secretas quejas, y haciendo corrillos había disolución en cosas que fueron rastro o indicio para adivinar lo que pasó después”. Tras no poder desembarcar en esas islas por la cantidad de arrecifes que las rodeaban, la falta de leña y agua se iba haciendo cada vez más insoportable y los ánimos de los españoles, que no deseaban que se les tasaran los alimentos, iban decayendo a marchas forzadas al no hallar las islas repletas de oro y perlas prometidas por Mendaña: “La razón era corta y así se pasaba la vida, que muchos decían estaba acabada por parecerles que nunca habían de hallar tierra y que no había necesidad de tanta tasa pues la muerte era tan cierta. Otros decían que las islas de Salomón ya se habían huido, o que el adelantado estaba olvidado del lugar donde las halló, o que el mar creció tanto que ya las cubrió de agua y se pasó por encima de ellas…”

A pesar de que cada día se rezaba la salve a bordo de las naves “delante de una imagen de Nuestra Señora de la Soledad que el piloto mayor lleva por devoción”, un día en que la niebla se tornó muy espesa se perdió de vista para siempre jamás a la nave almiranta, la “Santa Isabel”, dirigida por el cuñado de Mendaña, a la altura de una isla, Tinakula, cuyo volcán se encontraba en plena erupción: “Un cerro en la mar… a modo de pan de azúcar… todo pelado… y en lo más alto del cerro sale con estruendo mucha cantidad de centellas y fuego”. Los españoles se acongojaron tanto aquel espectáculo de la naturaleza y al no saber donde estaban pero intuyendo que en el infierno, se confesaron en masa.

No tardaron los expedicionarios en verse de nuevo rodeados de nativos y los nervios nuevamente hicieron presa en ellos después de lo que había pasado en las Marquesas: “Pasáronse a mirar las naos y todos andaban graznando alrededor de ellas. Corría la palabra de unos a otros y no se acababan de determinar; y finalmente resueltos y dando grita, tiraron muchas flechas que clavaron por las velas y otras partes de los navíos, sin hacer otro mal ni daño. Visto esto, se mandó a los soldados, que ya estaban prestos, los arcabuzasen. Mataron a unos e hirieron a muchos, con que todos, con grande espanto, se fueron huyendo y saltando en la playa se emboscaron en la montaña”.

Los españoles, ya con tan sólo tres naves, habían arribado a la isla bautizada por Mendaña como de Santa Cruz (actual Ndende en el archipiélago de Santa Cruz), situado a unos cuatrocientos km, al sur de las islas Salomón más septentrionales, las que él había descubierto veintiséis años atrás y que Mendaña no pudo volver a encontrar ya que se había desviado al sur entre tres y cinco grados en su navegación.

Los españoles finalmente encontraron fondeadero en la conocida como Bahía Graciosa., al occidente de Lata, la actual capital. Esta Bahía Graciosa era “un puerto muerto y abrigado de todos los vientos, con fondo de quince brazas”. Mendaña trabó allí conocimiento y amistad con el cacique Malope, “un hombre de buen cuerpo y color loro, algo flaco y cano; parecía su edad de sesenta años… rostro y voluntad de hombre bueno”, que apareció ante los españoles ataviado con plumajes azules, amarillos y colorados. Desde un principio, la amistad entre Mendaña y Malope se hizo estrecha, intercambiando sus nombres y regalándole el adelantado al cacique una de sus camisas favoritas, amén de cascabeles, cuentas de vidrio, pedazos de tafetán y hasta naipes, que los isleños se colgaban inmediatamente en el cuello. El momento cumbre llegaría cuando los europeos mostraron los espejos a los nativos y les enseñaron a mirarse en ellos; a cortarse las uñas con una tijera y a raparse con una navaja barbera. Todo esto durante cuatro días en que Malope respondía con cocos y otras frutas y alimentos.

Mientras tanto, Mendaña y su esposa Isabel preocupados por la suerte que pudiera haber corrido la nave almiranta, mandaron a Lorenzo Barreto en su busca con la fragata, ordenándole que, al mismo tiempo, rodease la isla para saber donde se hallaban. A su vuelta, Lorenzo informó de que Santa Cruz y otra media docena de islas cercanas estaban “todas pobladas de gente mulata, color clara” pero que no había encontrado rastro de la “Santa Isabel”.

Pedro Marino, el maese de campo, encabezaba un solapado motín de los españoles que habían desembarcado en la isla, muy especialmente de la soldadesca, y que habían construido junto a una bella laguna una población en la que se empleaban los materiales que por allí abundaban: Troncos de árboles, tejados de tablas y ramajes y una empalizada para protegerse de tribus poco amistosas. También se construyó una iglesia con una gran cruz en la entrada y en la que el vicario Juan Rodríguez de Espinosa ofició la primera misa “en presencia de toda la gente principal”.

El conato de rebelión se debía a que los soldados se encontraban en una isla idílica pero en la que no encontraron perlas ni oro, debiendo de construir ellos mismos sus chozas y teniendo que buscar diariamente su agua y comida. Era evidente que deseaban regresar de inmediato a Perú o seguir buscando las fastuosas islas Salomón llenas de tesoros descritas por Mendaña. Para tal fin, firmaron un escrito al adelantado en el que le exigían “les sacase de aquel lugar y les diese otro mejor, o los llevase a las islas que había pregonado”. Por si faltara algo, la estrategia de Marino era asesinar al máximo de nativos para que la rebelión de éstos se viera obligado Mendaña a embarcar a sus hombres y ordenar la marcha de aquellas islas ante el peligro de establecer una colonia en territorio hostil.

Mendaña, gravemente enfermo de malaria y postrado en su lecho de la nave capitana, poco pudo hacer para evitar los desmanes de los españoles contra los nativos y a la guerra civil que pronto se produjo entre los partidarios de regresar a Lima a costa de lo que fuese, capitaneados por el maese mayor y los partidarios de seguir leales al Adelantado de su Majestad. Mendaña, incapaz de tomar decisiones, delegaba en su esposa Isabel, enfrentada al piloto Fernández de Quirós, que se mostraba seriamente horrorizado por los hechos que sucedieron durante el viaje y estancia en Santa Cruz. 

Lo cierto es que en tan sólo dos meses perecieron cuarenta expedicionarios españoles y los comentarios entre los españoles subieron de tono contra Mendaña, por no ordenar su regreso, contra Quirós, por haberles llevado a un lugar tan hostil, y hacia Isabel Barreto, a la que tildaban de arrogante y sumamente indecoroso que hiciera gala de tanta ostentación: “Con sólo los ropajes que había lucido en la jornada y las joyas que portaba se pagaba otra flota completamente avituallada”.

Pedro Merino, todopoderoso maese de campo, y sus hombres, decía a quien le quisiese oír que los españoles no habían realizado mil ochocientas cincuenta leguas desde Lima para ponerse a cortar árboles y vivir en cabañas de un poblado sin calles. Merino era, según él, un altísimo oficial de los ejércitos españoles en la que se suponía debía asumir el mando de una ciudad en la que el oro, la plata, las piedras preciosas y las perlas iban a ser tan abundantes que no significara esfuerzo alguno cargarlas a paladas. Un lugar, en suma, mucho más rico que las tierras peruanas que habían abandonado y en la que les esperaba una vida relajada y llena de placeres. Para Merino era bien significativo que los nativos no llevasen adornos hechos con metales preciosos sino con conchas nacaradas de ostras perleras, pero sin rastro de las perlas. Este fue el germen desde el que se alimentaron los negativos comentarios que propiciaban el descontento cada vez más generalizado entre los soldados y que se iba extendiendo peligrosamente ya entre los colonos de aquella isla que en nada se parecía a aquellas en las que la abundancia había quedado reflejada hasta en la Biblia…

Cada vez que las críticas se hacían más frecuentes. Mendaña, sin casi poder hacerlo se veía obligado a bajar de la nave capitana hasta el poblado, donde no era demasiado bien recibido por los partidarios del maese de campo, que crecían cada vez en mayor número y que incluso le miraban desafiantes.

El asunto se tornó tan peligroso que Isabel de Barreto, verdadera directora de la situación, le dijo a Mendaña sobre Marino, el maese de campo: “Señor, matadlo, o hacedlo matar: ¿qué más queréis, pues os ha venido a las manos? Y si no, yo le mataré con este machete”. Mendaña, finalmente, se puso de acuerdo con su mujer y sus cuñados para que liquidasen a Marino a la menor oportunidad. Ésta se produjo cuando un día antes de que despuntase el alba, el Adelantado bajó del navío y rodeado de una guardia pretoriana convocada por Lorenzo Barreto, penetraron en la choza del maese de campo y uno de sus hombres, Juan Antonio de la Roca, “le dio dos puñaladas, una por la boca y otra por los pechos”. El maese comenzó a gritar: “¡Ay, ay, déjenme confesar!”. Pero lo remataron en el suelo mientras Mendaña seguía dando estocadas a los más fieles seguidores de Marino, sobre todo a Tomás de Ampuero. A los gritos de “Mueran traidores” se desató una inusitada violencia entre españoles: a dos les cortaron la cabeza y las pusieron en picas.

Isabel Barreto bajó de la nao apara contemplar y aplaudir el triunfo de su esposo y éste ordenó a los supervivientes que marchasen a la iglesia a oír misa. Después abrieron los baúles de los muertos y se repartieron sus pertenencias.

Esa misma tarde se supo que algunos de los hombres de marino, siguiendo instrucciones del maese de campo, habían ido en busca de Malope, el caudillo amigo de Mendaña, y le habían descargado un arcabuzazo en la sien mientras que otro soldado le abría la cabeza a hachazos, por si acaso. Aquella muerte representó la puntilla a las esperanzas depositadas por el Adelantado y su esposa de establecer una colonia próspera en las islas Salomón ya que los indígenas no toleraron su asesinato por más que los españoles les presentaran varias picas con las cabezas de algunos de sus asesinos clavadas en ellas.

Tras la masacre entre españoles y el asesinato de Malope, Mendaña se sintió totalmente perdido y el 17 de octubre, con un eclipse total de luna como triste presagio, hizo testamento ante el escribano Andrés Serrano, documento conservado en el Archivo de Indias. En sustancia nombraba a “Isabel Barreto, su legítima mujer, por gobernadora… y todos los demás bienes que agora y en algún tiempo parecieron ser míos, y del título del marquesado que del rey nuestro señor tengo, y de todas las mercedes que su majestad me ha hecho”, dejando a Lorenzo Barreto como capitán general y almirante de la expedición.

Al día siguiente, festividad de San Lucas, el vicario dio la extremaunción a Mendaña y cantó el salmo Miserere mei. A la una de la tarde moría Álvaro de Mendaña y Neira. Le sepultaron “en un ataúd cubierto con un paño negro” y con cierta pompa de salvas de arcabuces y tambores cubiertos de lutos, fue enterrado en la iglesia del poblado construido por los españoles.

Isabel Barreto, que se había convertido en adelantada de las islas Salomón y del Poniente, amén de gobernadora de la colonia de Santa Cruz, no tardaría en asumir junto a sus tres hermanos el control de la difícil situación provocada por el establecimiento de una ciudad en un lugar inhóspito, falto de alimentos, constantemente acechado por unos nativos brutalmente castigados por los españoles, y machacados por la malaria: “Cada día moría uno, dos o tres de los nuestros”. El campamento estaba en las últimas y el vicario (el sacristán ya había fallecido) no daba abasto a confesar mientras los indios seguían hostigando y matando a cuantos españoles podían.

Lorenzo Barreto, en represalia y como signo de autoridad, quemó el pueblo de Malope no sin que antes se recogieran manifestaciones de sorpresa entre los indígenas más favorables a la amistad con aquellos incómodos huéspedes europeos: “¿Cómo los mataban estando en paz?” O una frase todavía más significativa y fascinante: “Malope, Malope, amigos pum pum”, que así llamaban al arcabuz. El propio Lorenzo Barreto, que había recibido un flechazo en una pierna, fue confesado al borde de la muerte por un vicario que no tardaría en seguirle en su viaje al más allá. Lorenzo falleció el dos de noviembre y fue enterrado en la iglesia, junto a Mendaña.

Tras la muerte de Lorenzo Barreto, general de las tropas españolas en Santa Cruz, y visto el estado catastrófico de los colonos, casi todos afectados por malaria, Isabel, que había heredado de su hermano el mando de capitán general de la flota de su majestad Felipe II y por lo tanto el rango de almiranta de la misma, realizó un consejo entre los supervivientes y por mayoría absoluta se decidió viajar hacia las Filipinas fiándose en la habilidad del piloto Fernández de Quirós. Isabel Barreto había hecho balance de la situación: habían muerto su esposo y su hermano; había perdido a su cuñado Lope de Vega; la colonia de Santa Cruz se había hundido sin terminar de nacer, en el pozo más negro del olvido. Y los pocos españoles vivos que quedaban no andaban mucho mejor ya que la malaria continuaba haciendo estragos entre ellos…

Como Isabel necesita víveres para el viaje de retorno, manda treinta hombres que vuelven con cinco canoas llenas de “vizcochos de la tierra”, tal vez ñame. También el piloto mayor Quirós saltó a tierra en busca de más alimentos, lloviéndole flechas por doquier aunque logró hacerse con grandes racimos de plátanos y cantidad de cocos.

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Antes de emprender el definitivo regreso, Isabel Barreto ordena a Quirós dirigirse a la cercana isla de San Cristóbal por si se encontrase allí el navío perdido al mando de su cuñado: “y fuimos dos días y no vimos nada, y a petición de toda la gente, que daba voces que los llevábamos a perder, mandóme hiciese el camino a Manila”. La propia Isabel parecía imbuida del espíritu de su fallecido esposo porque antes de abandonar Santa Cruz “ya pensaba volver para acabar aquel descubrimiento”.

La isla de Nendo, Santa Cruz para los españoles de finales del XVI, tiene 560 km2 (45 km de larga y 25 de ancha), ubicada en un archipiélago rebautizado como provincia de Temotu y que ocupa un total de 836 km2 en 200.000 km2 de océano. Las islas de Santa Cruz quedan a tan sólo 270 km de las islas Torres y Banks que forman el norte de Vanuatu, mientras a las restantes Salomón hay casi el doble de distancia (400 km a

Makira, San Cristóbal para los españoles). En octubre de 1942 Santa Cruz fue escenario de una gran batalla naval entre japoneses y norteamericanos.

Rumbo a las Filipinas.- El 18 de noviembre de 1595 tres naves, de las cuatro que salieron de Perú, la capitana, la fragata y la galeota, zarparon de la bahía Graciosa de la isla de Santa Cruz en dirección a las Filipinas, ruta que Quirós consideraba más cercana y más fácil de hallar. Al mando iba una mujer que no parecía dispuesta a rendirse. Y bien que lo demostró.

Por el camino se pierden la “San Felipe” y la “Santa Catalina”, que llevaba los restos de Mendaña, y las calamidades siguen atosigando a los tripulantes de la nao capitana donde Isabel Barreto mantenía el mando con mano firme, tal vez en demasía: Había que llegar a Manila como fuera.

El hambre hacía estragos y la ración era media libra de harina para hacer tortitas con agua salada y para beber medio cuartillo de agua lleno de cucarachas. Aunque lo peor era el escorbuto, que causaba dos o tres muertos diarios. Las críticas a Doña Isabel no paraban de producirse ya que aunque los tripulantes pasaban mucha sed ella lavaba todos los días sus vestidos con agua que sacaba de las botijas que tenía guardadas bajo llave. Cuando las peticiones alcanzaban un grado elevado ella respondía: “Si ahorcase a dos, los demás se callarían”. Durante los tres meses que duraría la maldita travesía hasta Manila murieron cincuenta personas a bordo e Isabel, en palabras del secretario de Quirós, que tiene agua de sobras no ve que el agua de los demás “sea un caldo lleno de cucarachas podridas que la ponían muy viscosa y hedionda”.

Pedro Fernández Quirós trata de mediar ante tamaño comportamiento egoísta. Pero Isabel le replica: “¿De mi hacienda no puedo yo hacer lo que quiero?”. De inmediato, y como la Barreto no se fía de nadie, le quitó las llaves al despensero y se las dio a un criado de su estricta confianza. Sólo a regañadientes consintió en ceder dos de sus botijas de aceite a la tripulación, aunque duraron bien poco debido a la hambruna que reinaba a bordo.

Hallan el archipiélago asiático.- Finalmente, la “San Gerónimo” dirigida por Quirós avista la que podría ser la primera tierra de Filipinas, “el cabo del Espíritu Santo”, saliéndoles al encuentro “indios con los cuerpos labrados”. Quirós, con precaución extrema, se niega a que desembarquen los españoles y la gente, harta de todo, murmura y critica su capacidad náutica, a lo que por supuesto se suma de inmediato Isabel de Barreto. El piloto mayor no puede por menos de comentar algo peyorativo sobre la viuda de Mendaña: “La gobernadora en su retrete pareció que se estaba concertando con la muerte”, o “una mujer echando jaculatorias y tan afligida y llorosa como todos”.

Los españoles sí habían llegado a las Filipinas, concretamente a la bahía de Cobos, donde encontraron papayas y vino de palma. Después de comer y beber “todos parecían felices, salvo los que se atracaron y así murieron tres o cuatro”. Quirós vuelve a tener otro fuerte enfrentamiento con Isabel Barreto al negarse la gobernadora a dejar allí la artillería y municiones para aligerar de carga el navío “San Gerónimo”. La almirante

Isabel Barreto, además, conmina al piloto mayor a salir dentro de una hora hacia Manila “o lo que hacía era desacato o motín”. Quirós no tiene más remedio que acatar las órdenes, no sin lamentarse ácidamente: “Debe de creer que yo nací con la obligación de servirla y sufrirla…”.

Por su parte, los marineros firmaron un papel pidiendo anticipos de dinero y cuando Quirós lo presentó a Isabel, ésta se volvió a desatar: Aquello era un intento de alzamiento contra su autoridad. Quirós, a pesar de las protestas de los tripulantes, volvió a ceder ante la furia de la adelantada, lamentando su perra suerte: “No quiero decir que hice en esa jornada otra cosa buena más de sólo sufrir una gobernadora mujer y a sus dos hermanos”.

Al poco de zarpar de aquella bahía, Quirós tuvo la mala fortuna de encallar y tuvo que salir de allí gracias a los cables que les echaron unos indígenas. Ni que decir tiene que Isabel encabezó las críticas hacia el piloto. Al mismo tiempo, la Barreto había dado órdenes de no bajar a tierra y cuando un soldado casado la desobedeció al bajar a buscar comida, cuando regresó a la nave Isabel mandó que le hicieran consejo de guerra y fue condenado a muerte. Se preparó una ejecución reglamentaria y cuando todo estaba dispuesto el contramaestre, Marcos Marín, salió enfermo de su cama y decidió poner un poco de orden en aquel “barco de locos”, encarándose con el responsable del pelotón:

“Reportaos, señor Sargento Mayor, que hartos estropeados estamos con tanta muerte…”

Como quiera que el sargento quisiera cumplir la orden de Isabel, el contramaestre exclamó para que le oyeran todos: “Igual hiciera la Señora en darnos de comer de lo que tiene guardado, y las botijas de vino y aceite que aquí vende un secreto mercader, gastarlas con quien tiene necesidad..” Lo que deseaba señalar era que Isabel Barreto, con tanta penuria alrededor, se estaba haciendo mucho más rica de lo que ya lo era…

Entre morir de hambre o con deshonor, las palabras del contramaestre enardecieron a los más perdidos y perdidas ya que todavía quedaban a bordo algunas mujeres de la frustrada colonización de las Salomón. La esposa del que iban a ajusticiar montó un espectáculo con gran desgarro: “Que parecía cosa injusta, en pago de tantas calamidades como aquel hombre había pasado, muertos cuatro hijos, gastada su hacienda… morir sin honra”. Isabel no tuvo más remedio que indultar al desobediente.

Pero la paz duró poco ya que las protestas arreciaron ante la marcha atrás de Isabel. Las quejas de los famélicos tripulantes aumentaron y cuando Quirós trasladó las reclamaciones a Isabel, ésta le respondió: “¿Vuesa merced tiene gastados 40.000 pesos como yo gasté en esta jornada? Mal paga usía al Adelantado lo mucho que le quería…”

El 1 de febrero, al llegar a Galván, estalla otro grave incidente. Diego, uno de los hermanos de Isabel Barreto, dispara a un marinero que había subido al palo de mesana sin permiso. Cuando la situación ya parecía irreversible con un motín inminente, llegó el afortunado desenlace: el “San Gerónimo” avistaba la isla de Corregidor que protege la bahía de Manila. Desde ella avisaron al gobernador de la llegada de una nave fantasmal. La gente ya no podía más del hambre que tenían pero Isabel Barreto, irreductible hasta el final, decía que los dos costales de harina y el poco vino y aceite que le quedaba “lo quería para decir misas por el alma del Adelantado Mendaña”.

El tumulto fue en aumento y a punto estuvo Isabel de ser asesinada. Pasaron unas horas interminables hasta que subieron a bordo cuatro españoles, “que cuatro mil ángeles parecieron”. Cuando los recién llegados vieron los dos puercos que aún tenía Isabel y tanto esqueleto viviente, no se lo podían creer…: “¿Cómo no matan esas puercas?

Dijéronle cuyas eran. Fuese a la gobernadora y rogóla mucho que las dejase matar, habiendo dicho: ¡Pese al diablo!; tiempo es éste de cortesías con puercas. Mandólas matar la gobernadora y un soldado que bien notaba estas cosas, exclamando dijo: ¡Oh cruel avaricia, que hasta a las piadosas mujeres, siendo de condición tan blanda, las haces de pedernal el corazón, y más en obra tan forzosa, barata y lustrosa!”.

El gobernador de Filipinas, Luis Pérez das Mariñas, le mandaba su pésame con estos soldados y la invitaba a una recepción solemne en su palacio de Manila. A los expedicionarios se les esperaba con gran curiosidad. En la recepción no sólo estaban las más altas autoridades, sino “toda la gente del mar y otras personas de la ciudad vinieron a ver la nao por cosa de ver, así por sus necesidades como por venir del Perú y traer, como se decía, la Reina de Saba de las islas Salomón”. La entrada de Isabel en el palacio del gobernador fue sumamente espectacular: “Entró de noche y fue recibida con aparato de hachas y bien hospedada”

En la capital filipina asombró sobremanera el relato que hizo la adelantada de su terrible estancia en Santa Cruz y del espantoso trimestre errante desde que salieron de aquella isla. Para la muchedumbre fue un portento ver en persona a la que llamaban “la Reyna Saba de las islas Salomón”

A modo de epílogo.- Con respecto a las dos naves que se perdieron en la travesía de Santa Cruz a Manila, la fragata “nunca apareció” aunque “nuevas hubo que la habían hallado con todas sus velas arriba y la gente muerta y podrida, dada a la costa en cierta parte”. Por su parte, la galeota, “fue a aportar a una isla que se dice Mindanao, en tierra de diez grados, andando perdida por entre todas aquellas islas. Llegaron a estar tan necesitados que saltaron en una pequeña que se dice Camaniguin, y mataron y comieron un perro que en ella vieron; y unos indios que acaso encontraron los encaminaron a un puerto adonde había unos padres de la Compañía de Jesús…”

Algunos de los supervivientes de la expedición que llegaron con la “San Gerónimo” se quedaron en las Filipinas “y otros se metieron hasta frailes”. Las viudas que pudieron llegar se volvieron a casar, dada la escasez de mujeres españolas que había por aquel entonces en las Filipinas y la demanda que había de ellas. Y eso mismo hizo Isabel Barreto en noviembre de 1596, siendo muy criticada porque ni siquiera guardó el luto acostumbrado de un año. Su esposo fue Fernando de Castro, “noble y apuesto capitán”, primo del gobernador de Filipinas, Das Mariñas, recientemente nombrado general de la nao de Acapulco encargada de las comunicaciones entre las Filipinas y el virreinato de Nueva España. 

Isabel fue convenciendo poco a poco a su nuevo esposo de reintentar la aventura de las Salomón. Así lo intentaron en su regreso a México en agosto de 1597, curiosamente en el mismo “San Gerónimo” que había hecho la travesía de Santa Cruz a Manila, intentando continuar los descubrimientos de Mendaña. En Perú el nuevo matrimonio reclamó los derechos de la encomienda que tenía Mendaña en Guanuco. En 1602 solicitaron licencia de ocho años para pasar a España, donde intentando reanudar los viajes a las islas Salomón. Un año después, sabedores de que a Pedro Fernández de Quirós se le iba a conceder licencia para nuevos descubrimientos en lo que ellos consideraban sus territorios, protestaron airadamente diciendo que no se habían pagado los 130.000 pesos de las deudas que contrajo el adelantado Mendaña. Para ello, solicitaron encomiendas de indios que durasen por dos vidas. Finalmente, en 1609, la pareja y sus hijos embarcaron desde Lima con destino a la península, donde se perdió la historia de la adelantada de las islas del Poniente y primera y última almiranta de la mar océana, que tan sólo pudo disfrutar, entre comillas, de su título durante poco más de tres meses, el tiempo que tardó la expedición en realizar el trayecto entre la isla de Santa Cruz y Manila.

Por su parte, Quirós, tras múltiples penalidades, consiguió permiso para seguir buscando la Terra Australis y partió de El Callao el 21 de diciembre de 1605. Tres naves, “Santos Pedro y Pablo”, “San Pedro” y “Los Tres Reyes” llevaban a bordo a unos trescientos hombres. La expedición alcanzó las islas Tuamotu y las Vanuatu (Nuevas Hébridas, según Cook) en 1606. Quirós desembarcó en un lugar al que llamó Austrialia de Espíritu Santo creyendo que formaba parte del continente austral siendo en realidad la isla más importante del archipiélago y que actualmente lleva el nombre de Espíritu Santo. Allí, el místico Quirós fundaría una colonia a la que denominó Nueva Jerusalén, de efímera duración debido a las graves desavenencias entre españoles y la manifiesta hostilidad de los nativos.

El mal tiempo o el apresuramiento del adelantado en regresar para llevar la noticia del descubrimiento, hizo que las naves se separaran. Luis Váez de Torres, segundo de la expedición, siguió buscando a Quirós y en su peregrinar descubrió que el lugar hallado era una isla. Mientras Quirós llegaría a Acapulco en noviembre de 1606, Torres siguió buscando la Terra Australis hacia el sur. Mientras Quirós quedó sumido en la extrema pobreza, Torres recalaría sin saberlo en una isla de la costa australiana y la historia le premiaría poniendo su nombre al estrecho que él recorrió y que separa Australia de Nueva Guinea: el de Torres. Quirós continuó enviando un memorial tras otro para regresar a las islas del Pacífico austral y la monarquía española, sumida en la bancarrota y con verdadero temor de la despoblación que había sufrido España hacia el Nuevo Mundo, hacía caso omiso a sus peticiones dando por finiquitada la expansión en el Pacífico pero sin desengañar del todo a Quirós por temor a que desvelara sus secretos a otras potencias. Luis Váez de Torres llegaría a Manila el 22 de mayo de 1607, enviando desde allí un memorándum a la Corona contando su increíble viaje.

La ubicación del archipiélago de las Marquesas fue mantenido en absoluto secreto por los españoles para que los ingleses no se apoderaran de ellas, pero el capitán James Cook las redescubrió en 1774, anexionándoselas Francia en 1842.

Por lo que hace referencia a las Salomón, quedaron abandonadas para la opinión mundial durante más de dos siglos. Tras el paso por allí de Carteret, Boungainville y Surville, fue el cartógrafo Buache el que las señaló como islas de Mendaña en el año 1781.

Para acabar, o por poner final a un epílogo que podría continuar durante cuatro siglos, el desesperado Quirós tuvo la ocurrencia de presentar a Felipe III una relación impresa de su descubrimiento en el que hacía constar la cercanía de su Austrialia del Espíritu Santo a Ternate en las Molucas, isla especiera controlada por los holandeses. A pesar de que la corona española trató de ocultar el documento que hablaba de tan incómoda vecindad, y así se recoge en una respuesta del Consejo de Indias (“dígasele al mismo Quirós que él recoja estos papeles y los dé con secreto a los del Consejo de Indias, porque no anden por muchas manos esas cosas”), no pudo evitarse que los papeles fueran conocidos y ya en 1612 lo utilizaron los holandeses: En 1615 zarparon de Ámsterdam el “Concordia” y el “Hoorn” a las órdenes de Jakob Le Maire y William Schouten con el objetivo de descubrir esa tierra austral. No lo consiguieron y pagaron por ello a su regreso pero hallaron una nueva ruta antártica que iba a permitir que los navíos europeos que pasaban del mar del norte al mar del sur soslayaran el peligroso estrecho español de Magallanes al haber hallado la ruta más meridional del estrecho de Le Maire, entre la Tierra del Fuego y la isla de los Estados, bordeando el cabo que se llamaría de Hornos.

 

Firma de «doña Isabel Barreto»

 

LA MARINA CIVIL, EN SU ETAPA MÁS GLORIOSA, LA DE LOS GRANDES DESCUBRIMIENTOS, TENÍA ALMIRANTES Y ALMIRANTAS.

LA MARINA DE GUERRA ESPAÑOLA AÚN NO HABÍA NACIDO ( José A. Madiedo)

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