La imputación de Begoñísima por los delitos de tráfico de influencias y corrupción en los negocios ha encumbrado al doctor Sánchez, ese nuevo Romeo, como uno de los grandes paladines del género epistolar. Y también ha servido a nuestro egregio estadista para diseñar una estrategia de control de los jueces y tribunales que significará la gozosa culminación del Régimen del 78. Por el momento, el doctor Sánchez ya ha anunciado que se dispone a hurtar al Consejo General del Poder Judicial la facultad de realizar nombramientos; y en las salas de máquinas de Moncloa ya están preparando leyes que atribuyen la instrucción de los procedimientos judiciales a la Fiscalía o que arbitran la creación de un par de salas de apelación en el Tribunal Supremo que enmienden la plana a los «magistrados conservadores».
Paralelamente, la izquierda caniche propone reformar el acceso a la carrera judicial, eliminando el «elitista» y «obsoleto» sistema de oposiciones. Se trata, en fin, de acabar con la independencia de jueces y magistrados, sometiéndolos a los designios del Poder Ejecutivo. Estos ataques al Poder Judicial sirven siempre a los constitucionalistas chorlitos para llorar ante la tumba de Montesquieu, porque consideran que el principio de separación de poderes es uno de los pilares fundamentales de la democracia. En realidad, Montesquieu no emplea nunca en su obra ‘Sobre el espíritu de las leyes’ la expresión «división de poderes», ni tampoco «separación». De lo que Montesquieu nos habla (capítulo IV del Libro XI) es de la necesidad de que «el poder contenga al poder», pues «es una experiencia eterna que todo hombre que tiene poder tiende a abusar de él, llegando hasta donde encuentra límites».
Bajo el Régimen del 78 no puede haber libertad política alguna, por la sencilla razón de que preconiza un Estado inmoderado, donde el poder no contiene al poder; donde no existen límites ni contrapesos a la voluntad omnímoda del poder político, que puede convertirse en creador caprichoso de leyes, mediante un puro ejercicio de la fuerza (disfrazada, por supuesto, de mayoría parlamentaria). Para disimular esta carencia de límites y contrapesos, el Régimen del 78 se envolvió en la bandera inane y maniática de la separación de poderes, que no es más que un ridículo ‘flatus vocis’ con el que se engaña a los ingenuos. ¿Cómo puede hablarse de «separación de poderes» cuando existe un Ministerio de Justicia? ¿Cómo puede hablarse de «separación de poderes» cuando los miembros del Consejo General del Poder Judicial los designa el poder legislativo? ¿Cómo puede hablarse de «separación de poderes» cuando existe un órgano político llamado Tribunal Constitucional que interpreta las leyes según la voluntad del gobernante de turno? El Régimen del 78 consagra la voluntad omnímoda del poder político; y el principio de «separación de poderes» no sirve para limitar el poder, sino para enmascarar la irresponsabilidad en su ejercicio, que se entrega a las oligarquías denominadas partidos políticos. Por supuesto, la disputa que mantienen los partidos políticos no significa una contención del poder, sino una conquista del mismo, un mero desplazamiento del contrincante. Y la conquista del poder significa el monopolio en la creación de leyes y, por supuesto, en su interpretación; pues en el Régimen del 78 no existe posibilidad alguna de control de las leyes por parte de la jurisdicción ordinaria.
El Régimen del 78, en fin, instaura la forma más monstruosa de tiranía, que es según Platón la de quien «esclaviza las leyes», sometiéndolas a reformas o reinterpretaciones según la conveniencia del poder. Para evitar que existiesen límites y contrapesos contra esta monstruosa tiranía que esclaviza las leyes, el Régimen del 78 estableció un concepto de soberanía que garantiza la ilimitación jurídica del Estado, lo cual es la plenitud del absolutismo. Y a esta ilimitación jurídica del Estado la llamó pomposamente «Estado de derecho», que no significa -como los constitucionalistas chorlitos piensan- que el poder político esté sometido al imperio de la ley, sino exactamente lo contrario. «Estado de derecho» significa que el poder político está dotado de una capacidad irrestricta para crear y promulgar leyes que beneficien sus propósitos más arteros y le permitan imponer sus designios. El Régimen del 78 consagró un poder político ilimitado que se convierte en creador de leyes que ya no son determinación de la justicia, sino pura concupiscencia de poder, puro ejercicio de la fuerza, puro nihilismo jurídico apoyado en conveniencias cambiantes, cuando no en pulsiones desordenadas y resentimientos criminales.
Hacía falta tan sólo, para que el Régimen del 78 alcanzase su culminación, que un demagogo sin escrúpulos o un hombre profundamente enamorado como el doctor Sánchez conquistase el poder. Resulta, en verdad, muy aleccionador e ilustrativo del espíritu pútrido del Régimen del 78, que haya sido la imputación de Begoñísima el catalizador que ha animado al doctor Sánchez a esclavizar las leyes sin ambages. Y es que todo ideal humano se encarna, tarde o temprano, en la figura de una mujer que se corresponda a la altura o bajura de sus aspiraciones: el ideal católico se encarna en la Inmaculada Concepción, con la luna a sus pies y envuelta en un manto de estrellas; el ideal revolucionario se encarna en la greñuda Mariana, tocada grotescamente por un gorro frigio y con las tetorras caballonas al aire; el Régimen del 78 se encarna orgullosamente en la figura sublime de Begoñísima, que lo representa con el donaire, la distinción y desenvoltura que sin duda merece.
Juan Manuel de Prada
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