El más relevante de entre los heraldos del horror, último estadio de la Modernidad
El Ser únicamente puede caminar hacia el No-Ser: la distancia entre ficción y realidad; entre imaginación y descomposición, es la misma que hay entre dignidad y biología. No hay salvación: sólo la muerte nos libra de la pesadilla de la autoconciencia. Situando su legado como un breve instante entre dos inmensos bloques negros. Concebido para encarnarse, morir y resucitar. Si el Caos precede a Dios, también el Caos resiste a su muerte. Nada escapa a la voracidad del abismo: el cadáver de Jesús de Nazaret, como el de Mahoma, son ahora abono en descomposición. El imaginario social está compuesto por mitos a modo de forja de la realidad social.
Disolver la realidad equivale a desmenuzar desde la impiedad las múltiples ficciones —en nuestra sociedad: redes sociales, publicidad, medios de comunicación, etcétera— que la conforman. Para llegar, finalmente, a su núcleo incontaminado: el Caos que todos los relatos, con su vocación ínsita de Orden, pretenden disimular. La Realidad, hoy más que nunca, es un Simulacro; y la Mitología, en términos de Nick Land, una Hiperstición; entonces, ¿qué diferencia aquello que es verdadero de lo que no lo es? Muy sencillo: la aceptación del Caos como momento primero de la Creación. La muerte del dios encarnado, llámese éste Jesús, Bálder o Osiris, inaceptable para los judíos pero posible para los cristianos; y, antes que ellos, para los paganos e incluso los egipcios; supone el triunfo de la Naturaleza sobre lo Divino. Al reconocimiento trágico de dicha certeza la denominamos «autoconciencia».
Escribe el psicólogo William James: «Las religiones más completas parecen ser aquellas en las que el elemento pesimista está mejor desarrollado». Toda religión está fundamentada sobre el espanto que nos genera el hallazgo de lo numinoso, ese «mysterium tremendum et fascinans» es el epicentro de nuestro trauma fundamental, el descubrimiento de lo que Sigmund Freud llamó «lo siniestro», como bien sabía Mircea Eliade, «la hierofanía transfigura el mundo, llenando el alma de terror sagrado»; y también Rudolf Otto: «Lo numinoso resulta inaprensible e incomprensible, no sólo porque mi conocimiento tiene respecto a él límites infranqueables, sino además porque tropiezo con algo absolutamente heterogéneo, que por su género y esencia es inconmensurable con su esencia, y que por esta razón me hace retroceder espantado».
Arthur Machen, miembro reconocido de una importante sociedad secreta de la época (la Aurora Dorada) además de una de las figuras que más ha hecho por recuperar al dios Pan en el panteón europeo, dejó escrito: «Debe haber alguna explicación, alguna salida del terror. Porque, amigo mío, si eso fuese posible, nuestra tierra sería una pesadilla». El Caos no es el fin de trayecto de la humanidad en su conjunto, ni de ningún hombre en particular; pero tampoco debemos albergar sueños utópicos de dejarlo atrás, sea en nuestro interior, sea en el exterior del mundo.
De eso mismo nos habla ahora nos habla Gilles Deleuze: «Sólo pedimos un poco de orden para protegernos del caos». Hay que aprender a convivir con el caos sin tampoco sucumbir a él. Y H.P. Lovecraft resplandece, dentro de esa tiniebla, como el más relevante de entre los heraldos del horror, esto es: aquellos que anuncian y anticipan en épocas distintas el último estadio de la Modernidad, invocando, en cierto sentido, su expansión total y su desmoronamiento final. La literatura moderna es un descenso al Infierno y a una exploración nocturna del abismo; y es precisamente por eso es que la auténtica experiencia de lo numinoso quedará siempre excluida del marco religioso aceptable para una comunidad. Así lo dictó Lovecraft, «La emoción más antigua y más intensa de la humanidad es el miedo».
Se ha hablado mucho sobre la creencia o no de Lovecraft en asuntos esotéricos y sobre su pertenencia o no al ámbito de las sociedades secretas. En su texto “Una confesión de falta de fe” escribió: «Soy por naturaleza un escéptico y un analista, y muy pronto hice mía esta actitud general de materialismo cínico que muestro actualmente, y no varía más que en algunos detalles y no en sus fundamentos». Esta actitud de Lovecraft viene muy marcada por los cambios padecidos por los EEUU en los últimos tramos del siglo XX y también por el determinante cambio que supone la IGM en los destinos de Occidente. Esos cambios le dejaron en la posición de un cínico condenado a mirar desde lejos la distancia entre las pretensiones humanas y los resultados reales que acontecen en su lugar.
Ante esta posición de falta de fe en un contexto protestante, Lovecraft alude tanto a la Guerra de Secesión como a la Primera Guerra Mundial en el incremento de su postura: «La guerra me confortó en mis recientes opiniones. El aspecto estereotipado de los discursos idealistas me ponía cada vez más enfermo, y no empleaba más que un mensaje estricto en materia de florituras literarias. Conmigo, la democracia era un tema menor, mi cólera se excitaba cuando se volvía a poner en discusión la primacía anglosajona y por la avidez territorial y sin motivo de los boches, desagradables a fuerza de carecer de piedad. No me molestaban los escrúpulos que agobiaban al liberal medio. Yo aceptaba los desaciertos; pedía con todas mis ansias una derrota de Alemania. Soy, es necesario decirlo, un ardiente partidario de la reunión anglo-americana, y era de la opinión de que la división de una misma cultura en dos unidades nacionales era un derroche inútil y a menudo peligroso. En este caso preciso, mi opinión estaba, además, reforzada por el hecho de que toda civilización actual depende de la predominancia de los sajones». Lo escribió en 1922.
Como indica Constantin von Hoffmeister, explorar la profundidad metafísica de la Naturaleza es la raíz más indudable del pragmatismo fáustico que caracteriza el espíritu americano desde los tiempos de Melville, Emerson, Thoreau, Hawthorne y Whitman a nuestros días. Es la búsqueda de lo inalcanzable en su vertiente materialista, el giro prometeico que se despoja de la Tradición para abrazar mejor los frutos de la técnica, a pesar de la desconfianza hacia ella.
En ese sentido, Lovecraft se desmarca de ellos, sus padres espirituales (incluido, por supuesto, el más grande de todos ellos: Poe), en su gran giro polémico: el “gran crimen” del siglo no es otro para él que la violación de la raza superior. Algo que la mayoría de autoproclamados “lovecraftianos” en nuestros días se niegan a mencionar por miedo a ser “cancelados”. El sentimentalismo afeminado del igualitarismo, la credulidad perenne de la condición humana y el impulso fáustico que busca imponer el anhelo moderno sobre el saber antiguo a base de ordenamiento técnico son algunos de los principales “enemigos a combatir” para Lovecraft: el autodominio viril de los teutones, tan caro a su amigo Robert E. Howard, es lo único que puede detenerlos.
Para tratar de encuadrar en la época de dónde vienen estas ideas de Lovecraft no sólo debemos hablar de un Julius Evola o de un Oswald Spengler, sino también de un libro bastante leído en la época: La caída de la raza (1916), del conocido conservador Madison Grant, muy ligado a los círculos promotores del racismo científico tan frecuentes en la época. De hecho, es muy probable que ese país tan industrializado, los Estados Unidos de América, fuera en ese momento la nación más marcadamente eugenista sobre la faz de la tierra.
Y eso es algo que no se puede desligar del auge racionalista, positivista incluso, de ciertas ciencias nuevas que causaban furor en la época, que dominaban el pensamiento de las élites, y que hibridaron la vertiente “perennialista” de Lovecraft (por llamarla de algún modo) con otra mucho más moderna. También Madison Grant abogaba por la defensa de una «raza nórdica primordial» que se debatía entre fortalecerse o desaparecer en aquellos años decisivos; y, en efecto, según los deseos eugenistas toda una generación era sometida a una purificación con claras marcas sacrificiales en el frente de la IGM del que el propio Lovecraft quiso formar parte en nombre de su país.
En el fondo del deseo por contemplar la realización de esa “reunión anglo-americana”, del pacto entre los hermanos ingleses y alemanes en torno a unos orígenes compartidos, unos valores viriles y unas virtudes comunes, Lovecraft ve la solución a una disyuntiva histórica que se debate entre retomar la senda extraviada de la raza teutónica de raíz indoeuropea o seguir el camino de mestizaje e hibridación sin control que, según su punto de vista, llevó a la destrucción del Imperio romano. Y escribe: «La raza que dio nacimiento a las glorias de Roma ya no existe, desgraciadamente. Siglos de guerras devastadoras y la inmigración extranjera en Italia no ha permitido más que la subsistencia de un reducido número de latinos verdaderos una vez pasada la era imperial».
La visión de los Estados Unidos que refleja Lovecraft en su condición de ensayista era la de una civilización blanca establecida sobre criterios raciales de carácter espiritual. La conquista del Oeste fue un ejercicio de la voluntad blanca por allanar el camino para levantar una nueva nación a través de la sangre, el sudor, el esfuerzo y las lágrimas. En dicho afán de conquista (que no debe resultar extraño a los descendientes europeos de Alejandro y Carlomagno y Hernán Cortés) late la misma posibilidad prometeica que ha arrastrado al resto del mundo, muy especialmente al occidental, a una «movilización total» y permanente. En ese y en otros muchos puntos, las apreciaciones realizadas por Lovecraft en 1916 coinciden, como ejemplo de poligénesis, con las realizadas por Spengler en 1918. Una etiología y a la vez un tratamiento de la decadencia en curso.
Para Lovecraft la credulidad de la mente humana no tenía límites: «es el cáncer de la superstición»; y, en ese sentido se destaca, como Aleister Crowley o el citado Evola, por ser un lector aventajado de Nietzsche. Los tratados internacionales le parecían la peor manifestación de esa tendencia biempensante. Toda la retórica de buenas palabras detentada por organismos internacionales y filántropos cargados de ideas, algo tan actual para nosotros, ya le parecían a él entonces como una de las mayores aberraciones imaginables en el Kali Yuga.
A Lovecraft le ocurría todo lo contrario que a Ernst Jünger: nada le aterraba tanto como imaginar un siglo de «paz perpetua» kantiana garantizada por estos mismos filántropos y bajo el amparo de dichas organizaciones internacionales. Escribe literalmente que «La guerra es algo que jamás podrá ser abolido por completo. Como expresión natural de instintos humanos inherentes como el odio, la codicia y la combatividad, siempre debe tenerse en cuenta en algún grado. Los hombres se someterán a la discusión sólo hasta cierto punto, más allá del cual invariablemente recurrirán a la fuerza, por grandes que sean las probabilidades en su contra».
En opinión de Lovecraft, todas esas organizaciones supranacionales como “La liga de las naciones” tendrán un resultado radicalmente opuesto al de la «paz perpetua» kantiana: nuevas y más destructivas guerras. La IIGM, que aconteció apenas unos años después de su muerte en 1937, sirvió para avalar sus palabras.
Junto al problema de la mezcla racial y al del pacifismo, en los artículos de “The conservative” y en sus cartas privadas Lovecraft se destacó asimismo por aludir insistentemente a otro problema en su opinión muy relevante: la feminización en la civilización occidental. De alguna forma, para él esta triada maligna está relacionada: mezclar las razas, abolir las guerras y el «idealismo histérico» son las manifestaciones de un pensamiento en decadencia. Su mayor manifestación es la oposición radical, la incomprensión más evidente, hacia la guerra como fenómeno inherente a lo humano.
Todo ello se suma, una vez más, a una crítica cultural amplia que enseguida es enfocada contra el cristianismo en su vertiente derivada del protestantismo, llegando a acusar al propio Lutero de introducir a algunos de estos vicios en el pensamiento alemán. Nada es más contrario al escepticismo de Lovecraft que el idealismo feminizado de los organismos internacionales. Un pueblo que prefiere “drogarse” con la mentira moralizante a aceptar la verdad está enfermo de muerte; y sólo el renacimiento del impulso masculino por defender aquello que está amenazado puede poner fin a esa bancarrota histórica.
Las teorías raciales de Lovecraft que, por su mala situación económica, apenas si pudo viajar fuera de Providence, tenían muy presente el origen indoeuropeo de aquella raza que consideraba muy superior a las demás: la teutónica.
En un artículo escribe: «Al trazar la carrera de los teutones a través de la historia medieval y moderna, no podemos encontrar excusa posible para negar su supremacía biológica real. En localidades muy separadas y bajo condiciones muy diversas, sus cualidades raciales innatas lo han elevado a la preeminencia. No hay rama de la civilización moderna que no sea de su creación. A medida que el poder del Imperio Romano declinaba, los teutones enviaron a Italia, la Galia y España los elementos vivificadores que salvaron a esos países de la destrucción completa. Aunque ahora están en gran parte perdidos entre la población mixta, los teutones son los verdaderos fundadores de todos los llamados estados latinos». La anexión del carácter teutón por parte de los pueblos nativos es, para el autor de La llamada de Cthulhu (1928), la clave de bóveda para entender el posterior deterioro de ese legado civilizatorio al que hace referencia.
De entre todas las virtudes que Lovecraft considera de una raza, destaca la cualidad del autogobierno. Es algo que proviene de sus lecturas, a partir de 1896, del mundo clásico griego, que más tarde apuntalará, desde 1902 en adelante, por el estudio de la estructura del Universo a través de las estrellas y los soles: «¡Idealismo y Materialismo! ¡Ilusión y Verdad! Estas cosas, juntas, se hundirán en las tinieblas cuando el hombre haya dejado de existir; cuando bajo los últimos rayos vacilantes de un sol moribundo, el último vestigio de vida orgánica perecerá totalmente en nuestra minúscula mota de polvo cósmico. Y sobre los planetas negros que orbitarán, fieles y diabólicos, alrededor de un sol negro, no perdurará el recuerdo del hombre ni de las estrellas, retorciendo el éter con crueles agujas de luz pálida que no cantarán su gloria».
A pesar de todo, para él las presencias de los antiguos dioses griegos, que sus ojos descubrieron a la temprana edad de seis años, entraron en contacto con estas visiones fantasmagóricas de un futuro cósmico negro donde el sol es apenas un vestigio del pasado más irreal. De esta mirada orientada a un tiempo hacia el pasado y hacia el futuro, desde una óptica escéptica y lejana sobre el devenir humano, como si Lovecraft pudiera hablar antes del mundo y después del mundo con los dioses ancestrales y las deidades aún por llegar, nacerá el característico punto de vista denominado como «horror cósmico».
Entre los años 1908-1913 Lovecraft vivió un período de reclusión y postración iniciado con 18 años por el que perdió su carrera estudiantil. Uno de los más orgullosos lovecraftianos de nuestra lengua, Alberto Ávila Salazar, escribe a ese propósito: «En 1908 una enfermedad de índole desconocida que le dejó fulminado e inútil. Su postración le hizo perder su carrera estudiantil, que hasta la fecha era solvente, y le dejó en un vacío vital que abarcó entre sus 18 y 24 años. De aquellos años neblinosos surgirá el escritor que conocemos». ¿Qué clase de oscura iluminación truncó la vida del hombre para mejor garantizar la obra del escritor? Quizás eso sea algo que jamás descubriremos.
Aquella depresión larga e incapacitante llegó a su fin a la edad de 23 años; y aunque Lovecraft quiso luchar en la IGM por su país fue rechazado por el ejército dada su fragilidad médica; y es justo a partir de ahí, en los años que van de 1921 a 1925, cuando sus afinidades literarias darán un paso pequeño y sutil pero aun así decisivo, que marcan el tránsito de Dunsany a Poe. Paul Valéry dejó apuntado en su Diario: «Llamamos Historia al producto del trabajo de los hombres que cuentan unos acontecimientos que no han visto. La Historia es la forma más ingenua de la Literatura». Más adelante el propio Valéry dejó anotado: «La Historia, por ejemplo, no habla del mayor acontecimiento moderno: el descubrimiento de la electricidad, que divide la historia en dos períodos». El primer gran conflicto bélico occidental posterior al invento por parte de Nikola Tesla del generador eléctrico a finales de los últimos años de la década de 1880 fue la IGM.
Los historiadores, los filósofos y hasta los teólogos han escrito mucho sobre este acontecimiento, pero nada de lo que se pueda leer hoy ilumina las semejanzas entre aquella época histórica y la nuestra como las páginas de sus más destacados testigos de excepción. Son los años en los que Einstein estudia la «Teoría del campo unificado» que pretende vincular de forma insólita la gravedad y la electricidad. Una materia, cabe aclarar, entendida como energía que coincide en ciertos puntos con la teosofía y se encuadra en una forma de entender la ciencia muy cercana en algunos puntos al esoterismo: María Orsic, amante de Tesla relacionada con lo visionario-científico, estuvo presente en el desarrollo de la energía taquiónica que completaría Gerald Feinberg al postular que la velocidad de la luz es inferior a la de los taquiones.
Sobre la relación entre los últimos descubrimientos científicos de la época y el desarrollo de una mitología posterior a la de Cthulhu, el experto en asuntos lovecraftianos Frank G. Rubio escribe: «La figura de Nyarlathotep, para algunos intérpretes inspirada en Nikola Tesla, encajaría mitopoéticamente en ello». En ese ambiente intelectual y cultural se produce, en un período cargado de sueños lúcidos y experiencias visionarias, el descubrimiento de Nyarlathotep, esa «pesadilla» más parecida a un «fantasma personal».
Terminemos con una revelación siniestra del genio de Providence que forma parte de una visión onírica del año 1921 que recogió en un fragmento y relató en una carta citada por el experto lovecraftiano Lin Carter: «No dejes de ver a Nyarlathotep si viene a Providence. Es horrible, más horrible que nada que te puedas imaginar, pero fascinante. A uno le embruja después, durante horas. Lo que vi todavía me da escalofríos». La crítica de la religión convencional de Lovecraft coincidirá con la afirmación de una raza aristocrática como única forma de salvar al hombre del desastre. Lovecraft pone nombre en 1916 a aquello que se abre ahora en nuestro horizonte, en términos quizás más realistas, menos fantásticos y no tan especulativos como en principio cabría pensar: el retorno de los Grandes Antiguos.
Guillermo Mas Arellano
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