Montaje de la silueta de María Pita sobre un mapa con el ataque de la Contra Armada a La Coruña en 1589.
Tras el fiasco de la Armada Invencible, Isabel I quiso aprovechar la debilidad de España para destruir los restos de nuestra flota. Inglaterra, sin embargo, sufrió su mayor catástrofe sobre el mar
Qué duda cabe que la principal batalla que ha perdido España a lo largo de su historia es la de la propaganda y la del relato.
Su éxito en el campo de batalla o en los mares de medio mundo se ha
visto siempre contrarrestado por esa leyenda negra, o por las “fake
news”, como diríamos ahora, que ha hinchado lo negativo y ha restado
valor a tantas y tantas gestas y logros de nuestro país.
Un
caso claro es el de la Armada Invencible, bautizada así por los
ingleses que supieron venderla como una gran victoria y, al tiempo, una
derrota histórica de la España de Felipe II, y que ni fue lo uno ni lo
otro, o no al menos como nos lo han intentado vender.
En paralelo, los ingleses también han sabido
ocultar sus muchas derrotas ante los españoles, de tal modo que sus
propios historiadores han pasado de puntillas por muchas de ellas, sin
que España haya sido capaz de vender su relato. Es el caso de la que
muchos han dado en llamar la Contra Armada Invencible, en lo que fue
la mayor victoria naval de España sobre Inglaterra, ocurrido solo un año
después de la derrota de la flota enviada por Felipe II para invadir la
isla.
Los ingleses se han referido a ella como la Armada inglesa, la Contra Armada o la Expedición
Drake-Norreys, pues estuvo comandada por Francis Drake y John Norreys,
en calidad de general de las tropas de desembarco. Fue la respuesta de
Isabel I a Felipe II. Si la Monarquía Hispánica trató de invadir tierras
británicas, la reina de Inglaterra no quiso ser menos y, en la primavera de 1589, en el marco de la guerra anglo-española de 1585-1604.
El objetivo era aprovechar la supuesta debilidad de España tras el fracaso de la Grande y Felicísima Armada
el año anterior y destruir los restos restos de nuestra flota, muchos
de cuyos buques estaban en reparación en los puertos de la costa
cantábrica, principalmente en Santander.
Según
relata el historiador y escritor Luis Gorrochategui en su libro “Contra
Armada. La mayor victoria de España sobre Inglaterra”, Isabel I, para aprovecha la vulnerabilidad de España, “empeñó la corona y embarcó a armadores, nobles y comerciantes en aquella desdichada aventura. De esta manera consiguió
reunir una gigantesca flota, compuesta por 180 barcos y 27.667 hombres,
más grande por lo tanto que la propia Gran Armada. La estrategia era muy clara: debía explotar al máximo la momentánea debilidad de Felipe II, pues 25 grandes barcos habían naufragado en aguas de Escocia e Irlanda en el viaje de vuelta de la Gran Armada. Además, la mayoría de los 102 retornados necesitaban una completa reparación”.
España se encontraba, pues, relativamente indefensa ante un ataque a gran escala que,
además, tenía un segundo objetivo: tomar Lisboa y entronizar al prior
de Crato, Antonio de Crato, pretendiente a la Corona portuguesa y primo
de Felipe II, que viajaba con la expedición.
Crato
ofrecía a Isabel I, entre otras muchas cosas, entregar a Inglaterra los
principales castillos portugueses y mantener a la guarnición inglesa a
costa de Portugal, así como permitir que Lisboa fuera saqueada durante
12 días, siempre que se respetasen las haciendas y vidas de los
portugueses y se limitase el saqueo a la población y hacienda de otros
hispanos.
Inglaterra también esperaba tomar las islas Azores, de modo que sirvieran de base permanente en el Atlántico desde la que atacar los convoyes españoles procedentes de América.
Sin
embargo, y a pesar de que la monarquía inglesa puso toda la carne en el
asador para que aquella misión fuese un éxito y supusiese un auténtico
golpe de mano para convertirse en la mayor potencia europea de la época, la operación acabó en una total derrota, sin precedentes para los ingleses.
Así, en primavera, según relataba el militar e historiador Hugo O’Donnell y Duque de Estrada en un artículo en La Razón,
la flota inglesa “se hacía a la mar en Plymouth hacia las costas
españolas, pero sin un plan pormenorizado y riguroso como el que había
tenido la «Invencible», a cuya rigidez se había achacado su fracaso.
Entre los embarcados se contaba un millar de «caballeros de fortuna» y
aventureros, y el favorito de Isabel, el conde de Essex, con gran
indignación de ésta. La desobediencia de sus órdenes iba a ser una
constante en la campaña”.
En aquel momento, la mayor parte de los
grandes buques españoles, como es el caso de los galeones de Portugal
–los temibles «cagafogos»– con la capitana «San Martín» y buena parte de
las escuadras de Valdés, Flores, Oquendo y Recalde, se hallaban aún en
reparación en Santander y en otros puertos.
Por
este motivo, la flota inglesa decidió tomar La Coruña y, con esta
dársena de reembarque asegurada, adentrarse hasta Santiago para hacerse
con el mayor tesoro votivo de la Cristiandad.
“Mientras tanto, el
servicio de espionaje español –por medio de los «confidentes» de
Alejandro Farnesio en Flandes y del embajador Bernardino de Mendoza en
París– ya había dado cuenta de los preparativos, que se interpretaron, erróneamente, como una intentona contra los reinos de Indias”, explica O’Donnell.
Durante toda la primera quincena de mayo y bajo
el mando del marqués de Cerralbo, la muralla resistió contra todo
pronóstico los sucesivos ataques, defendida con gran tesón por sus
milicias y voluntarios –María Pita pasaría al panteón de los héroes en
esta ocasión– hasta que Francis Drake, temeroso de la ira real, ordenó
levar anclas en el momento en que los refuerzos, llegados de todas
partes y una vez agrupados, amenazaban con sitiar a los sitiadores. El
coronel inglés Anthony Wingfield, cronista, en otras ocasiones parcial,
de la gesta, reconocería por su parte la resistencia ejemplar.
“Desanimados y menguadas sus fuerzas, el
tiempo perdido en La Coruña resultaría esencial para aprestar la
defensa de Lisboa, donde el factor sorpresa había desaparecido y el
acatamiento a don Felipe –Felipe I para ellos– era generalizado y donde
se demostraría la poca consistencia y actualidad de los interesados
informes de Dom Antonio”, explica el militar e historiador.
Según el relato de Gorrochategui en su obra, “habiendo perdido 1.500 hombres y con varios miles de heridos, Drake zarpó rumbo a Lisboa,
ahora sí, según lo previsto. Pero la Contra Armada, desflorada en
Galicia, había perdido la moral y no lanzó un ataque frontal por mar
como se había planificado. Norris desembarcó el grueso del ejército en
Peniche, iniciando una penosa expedición terrestre de 70 kilómetros
hasta las inmediaciones de la capital lusa; mientras Drake bajaba y
esperaría en Cascaes con la flota para sincronizar sendos ataques naval y
terrestre”.
A estas alturas, Felipe II había ya defendido
bien la capital portuguesa y mantuvo extramuros un número suficiente de
compañías para hostigar al enemigo, cortar sus comunicaciones,
desarrollar tácticas de tierra quemada y someterlo a un continuo
desgaste. De este modo, a los hombres de Norris les esperaba una fuerza
de 5.000 hombres que, en varias acciones, provocaron numerosos muertos,
entre ellos el regimiento del coronel Brett, muerto junto a sus
capitanes.
Norris intentó huir, pero fue descubierto y los
españoles iniciaron su persecución por el Tajo en galeras y por tierra.
Al fin en Cascaes y refugiados al abrigo de su flota, los ingleses
fueron cercados. “Llegó entonces al sitio el Adelantado de
Castilla Martín de Padilla con más galeras y seis brulotes —o barcos
incendiarios— listos para lanzar a los ingleses. Drake, acuciado, ordenó
zarpar sin esperar viento propicio. Padilla le siguió, alcanzó y atacó
el 20 de junio frente al cabo Espichel, en la desembocadura del Tajo. La
Contra Armada perdió otros siete barcos, sufrió daños en muchos más y
se dispersó.
Felipe II se jactaría,
con toda razón de haber recibido el enemigo «harto daño en tierra y
también en la mar, cuajado de enfermedades». Durante el regreso fue
constante en los buques ingleses el arrojar por la borda, día tras día, a
los fallecidos por la peste, lo que acabó por minar la voluntad de
combate de las tripulaciones. Perdida ya la oportunidad de sorprender a
la flota de Indias española, reforzada ya por los galeones de Santander,
una vez rehabilitados, los de Drake desistieron de atacar Bayona,
aunque sí se adentraron en la ría de Vigo, saqueando la zona. La
respuesta española es firme: 200 ingleses fueron capturados y ahorcados a
la vista de Drake.
Cansado y derrotado, Drake huye y regresa con
lo que queda de su gran flota a Inglaterra: de los 180 buques que habían
zarpado, volvieron 102 con muchos de sus hombres infectados por la
peste sufrida en la mar y que propagaron al bajar a tierra. De los
27.667 hombres que habían embarcado, sólo 3.722 sobrevivieron para
reclamar sus pagas.
“Fuentes inglesas y
españolas coinciden en tan abultadas cifras, que convierten esta
expedición —cuyas pérdidas duplicaron las de la «bautizada» por el
asesor de Isabel I Burghley como Armada Invencible— en la mayor catástrofe naval de la historia de Inglaterra.
Este episodio, que ha permanecido oculto durante siglos tiene,
paradójicamente, una transcendencia extraordinaria, pues permite
explicar la pervivencia de Iberoamérica como hoy la conocemos”.
Antes
del regreso, Drake, Norris y Essex, hubieron de movilizar a sus
amistades más influyentes para asegurar sus cabezas. Inglaterra
cambiaría de estrategia, enfocando su agresión contra los puertos del
Caribe y el istmo de Panamá, dado que un ataque al suelo peninsular se
demostraba inviable. España, que había aprendido la lección un año
antes, lo haría con respecto al «vientre blando» de su rival: Irlanda.
Ángel Luis de Santos
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