Norman Lewis: una visión distinta de los aliados


Ya que este 2024 es el octogésimo aniversario de la victoria aliada en Italia, paso esencial hacia la derrota del Eje, merece la pena recordar al novelista y ensayista británico Norman Lewis. Fallecido casi centenario en 2003, ha pasado a la historia como uno de los mejores escritores en lengua inglesa del siglo XX, conocido sobre todo por sus libros de viajes. Al que dedicó a su experiencia como espía en Italia se le suele considerar uno de los libros imprescindibles sobre la Segunda Guerra Mundial. Titulado Nápoles 1944, relata la tragicomedia que a Lewis le tocó vivir desde su llegada en septiembre de 1943 hasta su cambio de destino en octubre del año siguiente. Su desencantada visión de su propio bando contrasta grandemente con las apologías en que suelen consistir, en cualquier época y lugar, los recuerdos bélicos, sobre todo los de los vencedores.

Ya con el proceso de selección del personal aparece una de las claves de la acción de las victoriosas fuerzas aliadas, por sorprendente que pueda resultar: su escasa organización. Para empezar, un detalle que parece salido del bando enemigo: los reclutas preferidos para las labores de información eran, por ser considerados más fiables, los de ojos azules. Para continuar, la ignorancia de los altos mandos parece salida de un monólogo de Gila: enviaron hispanohablantes a Italia dando por supuesto que las lenguas española e italiana eran prácticamente intercambiables; infiltraron a hablantes de rumano entre los guerrilleros yugoslavos; a la Argelia francesa destinaron a un experto en noruego medieval que ignoraba el francés; y un militar de alta graduación se dirigió a los próceres de una ciudad francófona argelina en latín.

Menos cómicos fueron otros asuntos. La aviación aliada bombardeaba poblaciones civiles con mayor contundencia que la Luftwaffe, provocando miles de víctimas, como los dos mil sepultados bajo las ruinas de la bimilenaria Benevento en lo que Lewis calificó de “ataque gratuito”. Al general Clark, íntimo amigo de Eisenhower, Lewis le definió como “el ángel exterminador de Italia meridional”.

Los soldados recibieron órdenes de no hacer prisioneros y matar a culatazos a los alemanes rendidos. Pero al mismo tiempo, según Lewis, eran unos cobardes que caían fácilmente en el pánico. Y, para salvar el pellejo, los oficiales no dudaban en escabullirse dejando abandonados a sus hombres.

Las tropas de vanguardia solían dedicarse al saqueo de las oficinas postales y otros lugares en los que conseguir dinero fácil; e incluso a cortar los lienzos de cuadros antiguos para enviarlos a Inglaterra, junto a otros objetos de gran valor, con la connivencia de la Royal Navy. Según Lewis, “los oficiales han demostrado ser mucho más eficaces en este género de asuntos que los soldados”. Y su acusación de corrupción generalizada incluyó esferas bastante más altas que la oficialidad: el propio gobierno militar aliado. Además, los saqueadores de uniforme tuvieron que trabajar en dura competencia con los bandidos locales, que aprovecharon el caos para hacer su agosto tras décadas de dura persecución por parte de las autoridades fascistas.

Capítulo aparte merecen los asuntos sexuales, pues abundaron las violaciones, en el mejor de los casos a cambio de mantas o comida. Los canadienses dejaron amargo recuerdo por su predación sexual hasta con niñas de corta edad. Pero especialmente vandálicas fueron las tropas coloniales francesas. No dejaban casa sin saquear y violaban a todas las mujeres que encontraban, sin importar su edad. Cuando no había mujeres para todos, incluían en sus desmanes a los niños y los ancianos. Y muchos de los soldados africanos, tras desertar, se dedicaban a extender el horror por todo el territorio ocupado por los aliados:

“Se ha informado de que es habitual que dos marroquíes violen simultáneamente a una mujer: uno practica el coito normalmente mientras el otro la sodomiza. En muchos casos les han causado graves daños en genitales, recto y útero”.

Cuando se constató que la prostitución en la Italia conquistada por los aliados había alcanzado cotas nunca vistas, se acusó a elementos pro Eje de fomentarla para propagar enfermedades venéreas entre los aliados. Pero no tardaron en darse cuenta de que lo que sucedía era lo contrario. En la Italia septentrional, todavía en manos enemigas, las autoridades fascistas y el ejército alemán efectuaban estrictos controles médicos en unos burdeles en los que las enfermedades venéreas eran escasas. En el sur, por el contrario, los gonococos habían sido reintroducidos por las tropas americanas. Así pues, el mando aliado trazó un plan para invertir la situación:

“El mencionado plan se dispuso para propagar estas infecciones, que han alcanzado niveles epidémicos en el sur, al norte no infectado aún y disminuir así la eficacia del ejército alemán, sin tener en cuenta consideraciones como el sufrimiento que tendría que soportar la población civil y los muchos niños condenados a nacer ciegos”.

Para ello reclutaron una veintena de prostitutas napolitanas que padecían una forma de sífilis especialmente virulenta e incurable pero que no provocaba signos externos de la infección. Sin embargo, el plan fracasó debido a su escaso entusiasmo por abandonar sus hogares y a sus chulos para ir a un territorio fascista en el que ganarían menos dinero que entre los soldados aliados.

La otra gran fuente de corrupción fue el regreso de la mafia a lomos del ejército americano tras haber sido barrida de Italia por Mussolini, “único que les había plantado cara”, según Lewis. Porque el gobierno de Roosevelt concedió el indulto a los capos Lucky Luciano y Vito Genovese a cambio de la colaboración de la mafia en el contraespionaje y la posterior invasión de Italia.

Como denunció Lewis, Genovese ejerció de asesor del jefe del gobierno militar y consiguió que los alcaldes de Nápoles y ciudades vecinas fueran hombres de su confianza, protegidos por las autoridades aliadas:

“Estos hechos, que antes eran secretos de Estado, son bien conocidos hoy por el napolitano medio. Pero no se hace nada. Por muchas denuncias que se presenten sobre las actividades de altos funcionarios del gobierno militar, ellos siguen donde están”.

Otro grave factor desestabilizador surgió como consecuencia de la derrota: el separatismo. Cuando una nación fracasa, es habitual que algunos se sientan tentados de cortar amarras y seguir un camino propio. Así había sucedido veinte años en Renania, que intentó separarse en 1923 de la Alemania recién derrotada. Pero el caso más cercano y conocido por los españoles fue, naturalmente, el de unos separatismos vasco y catalán que despegaron gracias al desatre del 98. En la Italia derrotada en la Segunda Guerra Mundial, las regiones en las que se desarrollaron planes de secesión fueron las meridionales, aspirantes a la reinstauración de una especie de reino de las Dos Sicilias. Como el norte industrializado había sido un baluarte rojo antes del triunfo fascista, algunos sureños soñaron con evitar el peligro de un nuevo ascenso de los socialistas reinstaurando la antigua unión política de Nápoles y Sicilia, para lo cual estaban dispuestos a construir una nueva monarquía cristiana o incluso pasar a ser colonia de Gran Bretaña o estado norteamericano. Curiosamente, en el plan secesionista se incluían medidas tan pintorescas como la demolición de las fábricas, la abolición del automóvil y, en gesto más propio de revolucionarios dieciochescos que de reaccionarios cristianos, el cambio de los nombres de los meses según los dioses romanos.

Por todo esto, Lewis, hombre de una ecuanimidad poco habitual sobre todo en las muy pasionales circunstancias de una guerra, observó que “casi todo el mundo ha empezado a considerar la época del fascismo como un interludio dorado de seguridad y gobierno firme”. Evidentemente, la derrota aplastante y la condena universal que cayó sobre Mussolini y sus aliados del Eje borraron para siempre la nostalgia por el régimen fascista en la inmensa mayoría de los italianos.

La narrada por Lewis es un magnífico ejemplo de esas historias pequeñas que ayudan a comprender y matizar las brillantes palabras de la historia grande.

 Jesús Laínz

 

 

 

 

 

 

 

 

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