Los ministros vienen y van, las montañas permanecen imperturbables
Contaba Gulliver de su visita a la isla flotante de Laputa que, allá levitando entre las nubes, sus habitantes vivían tan ensimismados en sublimes divagaciones sobre matemáticas y astronomía que acostumbraban a llevar al lado un criado que les atizaba de vez en cuando con una vejiga llena de guijarros para que regresaran a la pedestre realidad. Es lo que pasa cuando vives en las alturas… Por eso mismo, sus mayores temores tenían que ver con la amenaza de los cuerpos celestes y sus órbitas, mientras que las infidelidades estaban a la orden del día pues «el marido está siempre tan enfrascado en sus especulaciones, que la señora y el amante [originario de la superficie terrestre, por lo común] pueden entregarse a las mayores familiaridades en su misma cara». Las ciudades que mantenían sojuzgadas bajo ellos no les suponían mayor problema —aparte del mencionado— pues cualquier rebelión la sofocaban tapándoles el sol, bombardeándolas con piedras o, en el peor de los casos, dejando caer toda la isla para aplastarlos. Salta a la vista que la peculiar geografía de aquella sociedad determinaba por tanto sus costumbres, cultura y hasta su política exterior, pero… ¿no es acaso, bien mirado, lo que ocurre con todos los países?
Comprender a los países en función de su clima y geografía es una tarea a la que se entregaron los ilustrados dieciochescos, a menudo con más voluntad que acierto. Bonstetten ya adelantó en El hombre del Norte y el hombre del Sur, o la influencia del clima que en el norte de Europa la población tenía una inclinación al trabajo (pero no demasiado al norte tampoco, pues ahí ya de nuevo se volvían primitivos, el norte entendido a la latitud justa donde él vivía) mientras que en los países mediterráneos sus días cálidos y soleados favorecían la holganza. Idea que recogería Montesquieu añadiendo una nueva división entre Occidente y Oriente, de tal manera que por longitud y latitud Francia venía a estar en el lugar idóneo. Los demás países no tuvieron tanta suerte en el reparto de territorios. Más adelante Napoleón señaló que conocer la geografía de un país era conocer su política exterior y de esa manera enfocó la cuestión desde las interpretaciones socioculturales previas un tanto aventuradas hacia una comprensión más exacta de lo que supone la geografía en la relación con los vecinos: los ríos, mares y cordilleras unen o separan unas poblaciones de otras ejerciendo de fronteras naturales o canales de comunicación, con las enormes implicaciones que tiene eso en su desarrollo histórico.
Basta ver cómo las grandes civilizaciones a menudo nacieron en valles de ríos, que permitían los asentamientos agrícolas y el transporte fluvial. El Nilo es un buen ejemplo, donde además el desierto circundante sirvió de frontera que permitió preservar el reino de los faraones durante milenios. Tampoco es casualidad que el punto europeo más próximo a Egipto, la isla de Creta y el archipiélago de las Cícladas, recogiera el testigo civilizatorio y permitieran el florecimiento de una cultura tan sofisticada como la griega, pues su insularidad pudo protegerles largo tiempo de los enemigos. La infranqueable cordillera del Himalaya también sirvió de barrera para que dos civilizaciones tan cercanas pero extrañas como la india y la china pudieran coexistir mientras que Mackinder consideraba el desierto del Sáhara como una muralla que protegió a una civilización europea que solo vio el peligro por las hordas asiáticas del Este. Para Estados Unidos, protegido entre dos océanos y con un pequeño vecino al norte que es apenas un apéndice político y cultural suyo, solo la frontera sur supone un desvelo para su continuidad nacional (vea ¿Llegará Estados Unidos a ser parte de la Hispanidad?). Cabe preguntarse en qué medida la condición peninsular y los Pirineos en el istmo han aislado o protegido, según se mire, a España del resto de Europa… no es casualidad que la frontera política esté superpuesta a esa división natural. De manera similar la condición insular del Reino Unido siempre pudo mantenerla independiente del continente, también políticamente: el Brexit siempre estuvo ahí.
En otros casos, sin embargo, es precisamente la falta de fronteras naturales las que condicionan a los países instalándolos en el temor permanente a una invasión, como explicaba uno de los padres de la geopolítica, Spykman: «la geografía es el factor fundamental en la política exterior de los Estados porque es el más permanente. Los ministros vienen y van, incluso los dictadores mueren, pero las montañas permanecen imperturbables. Hemos pasado de George Washington, quien tuvo que defender trece estados con un ejército exhausto, a Franklin D. Roosevelt, con los recursos de todo un continente a su disposición, pero el Atlántico continúa separando Europa de Estados Unidos y el hielo invernal sigue bloqueando los puertos del río San Lorenzo. Alejandro I, zar de todas las Rusias, legó a Iósif Stalin, un simple miembro del Partido Comunista, no solo su poder, sino su lucha interminable para acceder al mar, y Maginot y Clemenceau han heredado de César y Luis XIV el desasosiego ante la frontera abierta alemana».
Hay también otros elementos geográficos a tener en cuenta, como el litoral recortado de subcontinente europeo que favorece el recurso de múltiples puertos naturales, pues el mar no solo aísla sino también comunica, favoreciendo el comercio y el desarrollo económico (veamos cuántos de los países más pobres carecen de salida al mar) o la tesis fundamental de Jared Diamond en Armas, gérmenes y acero, por la que la civilización en el continente euroasiático alcanzó un mayor desarrollo en parte por su extensión horizontal, que facilitó la difusión en un mismo clima de diferentes especies de animales y plantas domesticados. Así, por ejemplo, el caballo de las estepas asiáticas se convirtió sin dificultad en toda Europa en una formidable máquina de guerra y de transporte hasta entrado el siglo XX.
Cuestión esta última que nos aproxima al concepto nuclear de la geopolítica: el Heartland o corazón continental (entre el Volga y el Yangtze, buena parte de lo que ahora es Rusia) dentro de la isla mundial formada por Europa, Asia y África. Fue acuñado y luego desarrollado por los ya citados Mackinder y Spykman, quienes distinguían entre imperios marítimos e imperios terrestres y consideraban que aquel que gobernase el corazón continental terrestre estaría en mejor posición para controlar el anillo continental que lo rodea y, una vez sometido este, acceder a su poder marítimo haría posible la dominación mundial. Es algo así como aquellas veces en que uno se venía arriba jugando al Risk. Lo más fascinante de esta teoría es que, fuera cierta o no, las grandes potencias a lo largo del siglo XX la consideraron verdadera y condicionaron su política exterior y su expansión imperial a ella.
Un admirador de Mackinder, Karl Haushofer, trabó amistad con un tal Adolf Hitler mientras este permanecía encarcelado por el fallido golpe de Munich y, según afirman algunos, el capítulo de Mi lucha en el que defendía la necesidad de un Lebensraum o «Espacio vital alemán» que requeriría invadir Rusia habría sido influencia del primero. La idea terminaría poniéndose en práctica en la mayor operación militar de la historia, Barbarroja, aunque ya para entonces Haushofer fue encarcelado en Dachau y, poco después de concluir la guerra, se suicidaría junto a su esposa.
Pero no acabó ahí la influencia del enfoque de Mackinder, ni mucho menos. La Guerra Fría la tuvo como eje central, con la URSS siendo consciente de que ocupaba el corazón continental y eso le permitiría expandir su poder imperial. Según escribió Kissinger en Armas nucleares y política internacional: «la guerra limitada representa el único modo de evitar que el bloque soviético, a un precio aceptable, invada los territorios periféricos de Eurasia». Por eso países del anillo continental como Vietnam, Afganistán o Irán tuvieron tanto protagonismo en aquellas décadas. Un planteamiento que sirve, también, para entender los conflictos de nuestros días. Así que a aquellas palabras antes citadas de que los ministros vienen y van, pero las montañas permanecen imperturbables, habría que añadir que estas, también, sobreviven a las ideologías y regímenes políticos de cada época.
Javier Bilbao
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