Recurrir al asesinato como herramienta para eliminar a un adversario político, despierta en nosotros un sentimiento de rebelión que proviene de las fibras más profundas de nuestro ser, de ese sentimiento de justicia violada que es el mismo que sentimos frente a la impunidad del culpable, frente a la violenta arrogancia de sus crímenes. Unicuique suum tribuere: dar a cada uno lo que le es debido resume el fundamento de la Ley natural que vemos traicionado tanto por la falta de castigo al culpable como por la persecución del inocente y del débil. En esta violación vemos la abdicación de la autoridad que en toda sociedad humana es precisamente responsable de administrar Justicia en nombre de Cristo, Señor y Juez Universal.
¿Pero qué justicia puede haber allí donde la autoridad misma no sólo no castiga a los malvados y no recompensa a los buenos, sino que, de hecho, es la primera en fomentar el mal e impedir el bien? El origen de esta inversión es la consecuencia necesaria de una inversión mucho peor del orden social, a saber, el rechazo de Cristo como Dios, Rey y Señor. Es la Revolución, es decir, la institucionalización del Non serviam de Lucifer, y junto con ella la inversión del concepto del Bien y del Mal.
El niño que es asesinado en el seno materno, la mujer que es violada, el enfermo abandonado hasta morir por el médico, el comerciante que es asaltado, el anciano que es golpeado, el ciudadano que es oprimido por impuestos injustos, el alumno que es corrompido por el profesor… son todos rostros de una injusticia general que clama venganza a los ojos de Dios, precisamente porque es en Dios donde cada uno de nosotros encuentra al supremo Garante de la Justicia. Esta petición de venganza -es decir, de restablecimiento de la Justicia violada- es aún más fuerte cuando el mal que vemos cometer a plena luz del día no sólo no es castigado, sino que incluso es alentado; mientras que los que resisten, los que no aceptan la subversión, los que siguen creyendo que hay principios inmutables y eternos a los que atenerse, son perseguidos por las autoridades. El profesor que es despedido por no querer referirse a un alumno varón con un pronombre femenino, el alumno que es expulsado por haber afirmado en clase que sólo hay dos sexos, el médico que es despedido por haberse negado a administrar un suero letal a un paciente, el científico que es destituido por no haber avalado el fraude climático, el sacerdote que es apartado de su parroquia por haber condenado las desviaciones doctrinales y morales aceptadas hoy en día… Éstas son las primeras víctimas de la Revolución. No hay lugar para estas personas en la sociedad trastocada, del mismo modo que no lo había para los criminales y los malvados en la sociedad ordenada bajo la Ley del Evangelio.
Cuando intentamos dar sentido a lo que sucede hoy a nuestro alrededor, debemos tener la valentía de reconocer la traición de la autoridad humana respecto a la suprema Autoridad de Dios. Sin esta traición, nada de lo que está sucediendo sería siquiera imaginable. Por eso, es a partir de la restauración de una autoridad sana y conforme a la voluntad de Dios como debemos empezar a reconstruir la sociedad.
El fallido intento de asesinato del presidente Donald J. Trump es el último de una larga serie de episodios similares mediante los cuales gobiernos corruptos eliminan a personas que consideran un obstáculo para la consecución de sus planes: ya sea un expresidente de Estados Unidos, un primer ministro o un antiguo colaborador “incómodo”, nada cambia. Por no hablar de los “suicidios” y accidentes fatales de quienes, con su testimonio, podrían haber condenado a figuras destacadas del Estado profundo o del lobby globalista.
La cobardía del asesinato cometido por un sicario pone de manifiesto la injusticia de una acción contra un “enemigo” con el que no se acepta una confrontación justa, de la que saldría victorioso. El modus operandi es el único que toda tiranía ha utilizado contra sus oponentes: ridiculización (el oponente es un bufón al que no hay que tomar en serio), patologización (es un loco al que habría que encerrar en un psiquiátrico), criminalización (habría que meterlo en la cárcel) y eliminación moral o física (no debe existir: es una no-persona sin derechos). Cualquiera que socave el Sistema -especialmente si tiene una autoridad que proviene de la evidente razonabilidad de sus argumentos que corre el riesgo de abrir los ojos a las masas- se convierte en objeto de este ostracismo progresista precisamente porque revela la corrupción del poder y la mentira intolerante que lo alimenta. Donald Trump debe, pues, ser “puesto en la mira” -según la expresión utilizada por Joe Biden cinco días antes del atentado- y cuando es golpeado o herido, la responsabilidad moral no recae en quien ha creado el clima de violencia o en el sicario, sino en la víctima que “se lo ha buscado” y que, de hecho, explota la agresión sufrida en su propio beneficio.
En los últimos años, otros líderes políticos -y no solo ellos- han sido objeto de esta criminalización instrumental y especiosa: pensemos en Gabriel García Moreno, Enrico Mattei, John Fitzgerald Kennedy, Aldo Moro, Bettino Craxi, Silvio Berlusconi, Jair Bolsonaro, Robert Fico, Viktor Orbán y muchos otros. ¿Qué tienen en común? Su oposición a un sistema que los convertiría en meros ejecutores de las órdenes de un poder subversivo que lo controla todo. Los ataques mediáticos, los juicios sumarios y la amenaza de represalias se han convertido en la norma, una norma que parece querer extenderse al asesinato, en nombre de la supervivencia de la tiranía y de la preservación del poder de las logias que la guían.
El mal no puede tolerar el Bien, como la mentira no puede tolerar la Verdad, como la oscuridad no puede tolerar la Luz. Sin embargo, pretende que el Bien sea conciliador e inclusivo, que la Verdad acoja el error, que la Luz se deje oscurecer. Se acusa a la Verdad de intolerancia, a la Justicia de crueldad, y se burlan y desacreditan la honestidad y la rectitud. Y esta contradicción -que anula la primacía de lo que es Verdadero y Bueno y Justo en favor de lo que es falso, malo e injusto- sólo es posible allí donde se ha convencido a las masas de que no tienen ningún principio intangible por el que luchar y morir. Esta sociedad atrapada ha llegado a creer que una madre puede matar a su hijo en el vientre materno, que los ancianos y los enfermos pueden ser asesinados por el médico, que el pervertido y el pedófilo pueden ser dejados libres para corromper y violar sin que esto despierte la indignación y la reacción de nadie.
En nombre de una paz falsa e hipócrita, la fuerza es ejercida por los malos contra los buenos, pero se convierte en una opresión intolerable cuando los buenos invocan la fuerza para hacer inofensivos a los malos. Así, el padre de familia que dispara al ladrón que irrumpe en su casa por la noche acaba en la cárcel, mientras que el violador y el delincuente quedan libres para seguir causando daño. Quien defiende las fronteras de su Patria es un nacionalista peligroso, mientras que quien la invade para someterla o devastarla debe ser invitado y financiado. Quien cura a los enfermos debe ser despedido, quien extermina a la población con pseudo v4cvn4s es premiado con honores. Quien no se someta a los sueros genéticos debe ser castigado y privado de trabajo, mientras que quien se someta comprometiendo su propia salud y la de los demás debe ser recompensado. Quien denuncia el golpe de Estado global es acusado de conspiración, y quien organiza la conspiración sigue demoliendo impunemente su propio país. Es el mundo al revés. Es el mundo al revés, pervertido y rebelde que quiere la Revolución. Es el reino del Anticristo, el padre de la mentira, el asesino desde el principio.
Que el mundo esté sometido a Satanás, que es su príncipe, forma parte del misterio de iniquidad que ve a la Civitas Dei opuesta a la civitas diaboli. Pero hasta ahora, como signo de contradicción, la Iglesia católica siempre ha combatido enérgica y valientemente al príncipe de este mundo y sus seducciones. Sin embargo, desde hace sesenta años la Ciudadela ha sido eclipsada por la falsa Iglesia, por esa Iglesia profunda que es al cuerpo eclesial lo que el Estado profundo es al Estado: un cáncer que mata lentamente a la institución desde dentro, que se extiende a todos sus miembros, que destruye sus órganos. Esta acción desintegradora ha llevado a la cúspide de la Jerarquía a sus peores enemigos, hasta el punto de usurpar el Trono de Pedro y abusar de la sagrada autoridad del Vicario de Cristo para contradecir las enseñanzas del propio Cristo. Así, del mismo modo que en el orden deseado por Dios el Señorío de Jesucristo une en sí el poder temporal y el espiritual, en el caos infernal de Satanás la tiranía del Anticristo tendrá que unir en sí el Estado profundo y la Iglesia profunda, para poder ejercer un control absoluto sobre la humanidad. Un falso profeta, a la cabeza de una falsa iglesia humanitaria y filantrópica, sostendrá la sinarquía del Nuevo Orden Mundial, del mismo modo que en la societas christiana el Papa ratificaba la autoridad de los soberanos católicos.
Hoy ese proyecto totalitario y distópico casi ha llegado a su culminación. Los emisarios del Foro Económico Mundial y de otros organismos supranacionales de origen masónico están ostentosamente al frente de todos los gobiernos occidentales y pueden contar con la colaboración de la Iglesia bergogliana, que ha hecho suyas todas sus exigencias. ¿Cómo pensar que la voz de quienes llevan años denunciando este golpe y la traición a la Jerarquía católica se salvaría del feroz ostracismo que golpea a todo aquel que no apoya los planes de la inimica vis? Era sólo cuestión de tiempo. Y así vemos a la autoridad de la Iglesia -usurpada para ser usada contra la Iglesia- moviéndose contra un Arzobispo y ex Nuncio Apostólico, acusándolo nada menos que de cisma por haber denunciado las herejías y desviaciones del jesuita argentino y por haber rechazado el Concilio Vaticano II que le allanó el camino. Un juicio espectáculo no menos grotesco que los que en el ámbito civil se han llevado a cabo contra aquellos líderes políticos que han denunciado de forma similar la amenaza inminente del globalismo.
La mentira en la que se basa la acción del Estado profundo y de la Iglesia profunda es la misma: hacer creer a la gente que la autoridad, una vez cortado el cordón umbilical que la une a la Autoridad soberana de Cristo, puede mantener su legitimidad en virtud de una pretendida autorreferencialidad que absolutiza la autoridad terrenal, conduciéndola inexorablemente a la tiranía. Omnis potestas a Deo, nos enseña la Sagrada Escritura (Rm 13, 1). Esto significa que si el poder de quienes gobiernan en la tierra -tanto en lo temporal como en lo espiritual- no ejerce su autoridad no sólo en nombre de Dios, sino también de acuerdo con Su voluntad, entonces carece de legitimidad. Y ésta es, en definitiva, la protección contra toda tiranía que Nuestro Señor quiso dar a las instituciones terrenas, para que no degeneren en totalitarismo.
Obedire oportet Deo magis quam hominibus. Debemos obedecer a Dios antes que a los hombres (Hch 5, 29). Quien manda y quien obedece -tanto en el Estado como en la Iglesia- debe tener en Cristo Rey y Sumo Sacerdote el fundamento de su autoridad y de su obediencia. Fuera de Cristo, todo es necesariamente caos y desorden, y como tal no tiene legitimidad: ni la arrogancia de quienes usurpan Su Cetro, ni la rebeldía de quienes se creen exentos de Su Señorío Universal.
El mundo se prepara para un gran despertar, un desvelamiento (en el sentido etimológico del término “apocalipsis”) de la mentira que ha eclipsado la Verdad durante demasiado tiempo. Cuando lo que hemos tenido ante nuestros ojos se nos presente como lo que realmente es y no como se nos presenta, todo adquirirá sentido, también y sobre todo en clave escatológica. No será la realidad la que cambie, sino nuestra comprensión de ella. Sólo Nuestro Señor, Lux mundi, puede iluminar las tinieblas de esta noche oscura, tanto para los que Él ha puesto en la autoridad como para los que están jerárquicamente sometidos a ella.
+ Carlo Maria Viganò, Arzobispo
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