En su nueva declaración, Usted distingue la «Iglesia conciliar» de la Iglesia católica, de tal manera que afirma que hay «Dos Iglesias, ciertamente», mientras que en el pasado (aquí) ha afirmado: «Obviamente, no hay dos Iglesias, algo que sería imposible, blasfemo y herético». En consecuencia, parece que su postura ha cambiado. ¿Sostiene ahora que la «Iglesia conciliar» está completamente separada de la Iglesia católica, en lugar de ser una secta subversiva que existe dentro de la verdadera Iglesia?
Mi posición no ha cambiado: sólo hay una Iglesia verdadera, que es la Iglesia Católica Apostólica Romana. Pero existen de hecho dos realidades superpuestas, por así decirlo, una de las cuales es la Iglesia verdadera, precisamente; y la otra es la falsa Iglesia, la Iglesia profunda. Si usted se fija, en mi declaración J’accuse escribí expresamente «dos iglesias» con minúscula inicial, para subrayar lo anómalo de esta coexistencia.
¿Qué hay de nuevo en esta secta, comparada con otras que a lo largo de la historia han cuestionado los dogmas de la Iglesia?
La Iglesia se ha enfrentado a mil herejías a lo largo de los siglos. Los herejes siempre han afirmado haber «descubierto» la verdadera doctrina y han acusado a la Iglesia de haberse equivocado, sustrayéndose a su autoridad. La Iglesia, por su parte, condenaba la herejía y los herejes eran expulsados del cuerpo eclesial. Seguían haciendo daño, pero al menos su separación de la Iglesia católica era clara y los fieles se mantenían apartados de ellos. Esta vez, sin embargo, tenemos herejes (y apóstatas) que sabían que si se separaban de la Iglesia de Roma encontrarían el miserable final de todos los heresiarcas. Por eso se han organizado para estar a la cabeza de la Iglesia, para así poder promulgar la herejía desde la Sede de Pedro imponiéndola como una verdad que hay que creer en virtud de la autoridad del Romano Pontífice; y para poder acallar toda voz disidente con sanciones canónicas y excomuniones, y al mismo tiempo utilizar los púlpitos, las sedes episcopales, los seminarios y las universidades para difundir sistemáticamente el error. Antes se podía acudir a la Santa Sede para dirimir cuestiones doctrinales y disciplinarias, mientras que hoy es la misma Santa Sede el instrumento institucional de los herejes que la han ocupado.
Como también ocurre en el ámbito civil, ante flagrantes violaciones de la Ley por parte de la autoridad es imposible obtener justicia de esa misma autoridad corrupta, que se vale de la complicidad de todos los órganos administrativos y judiciales que hacen posible su actuación. En teoría, esa autoridad ha sido usurpada y es nula, pero de facto, actúa imperturbable en su poder. Es necesario tomar nota de la usurpación de la Sede Apostólica -que no está meramente vacante, sino ocupada– para poner fin a una situación muy grave, sin olvidar que la ilegitimidad de Bergoglio conlleva también la nulidad de todos los actos de gobierno y de magisterio que ha llevado a cabo, borrando once años de errores y horrores.
Quienes reconocen esa autoridad como válida y legítima, o lo hacen porque son sus cómplices y no quieren ser descubiertos en su propia traición, o porque no quieren aceptar las consecuencias necesarias que se derivan de ello: primero y ante todo, reconocer que este golpe de Estado comenzó con el Concilio Vaticano II. Admitir que se ha caído en un terrible engaño requiere ante todo humildad, y hasta ahora nadie entre Cardenales y Obispos ha tenido el valor de reconocer que la Iglesia católica ha sido rehén de herejes durante décadas, y que estos herejes la han humillado y desacreditado frente al mundo precisamente para privarla de autoridad.
¿Todo esto sigue un patrón o plan preciso?
Ciertamente. El modus operandi es el mismo que utiliza la masonería para deslegitimar gobiernos y apropiarse de la soberanía nacional. Primero, las logias socavan la formación profesional y moral de la futura clase dirigente; después corrompen a esos políticos ampliamente incompetentes, provocando sus escándalos para desacreditarles y a las instituciones que presiden; a continuación, apuntan a la corrupción de la política y de las instituciones para privatizar los servicios públicos, con enormes beneficios; y, por último, contratan a políticos corruptos para que trabajen en sus empresas o fundaciones para seguir manipulándoles.
También en la Iglesia católica la corrupción moral y la formación herética del clero han sido decisivas para la aceptación de cambios en materia doctrinal, moral y litúrgica. Pero cuando pronto salga a la luz el vínculo de complicidad que une inextricablemente al Estado profundo y a la Iglesia profunda, el horror que rodea a estos criminales será tal que constituirá un verdadero Apocalipsis, en el sentido etimológico del término, es decir, un «desvelamiento», una «revelación».
Usted ha destacado a menudo que existe un paralelismo entre lo que ocurre en el mundo civil y en la Iglesia.
En el ámbito civil asistimos a un golpe de Estado organizado por un lobby subversivo, en el que los jefes de gobierno, ministros y funcionarios del Estado que se supone son los representantes de los ciudadanos actúan en contra de los intereses de los pueblos para beneficio del lobby que los nombró. ¿Son funcionarios? Sí. ¿Son traidores? Sí. En un mundo normal no deberían serlo, pero de hecho quienes ostentan la autoridad en el Estado están en casi todas partes supeditados a una fuerza enemiga que ha infiltrado la estructura de autoridad para utilizarla en su propio beneficio y destruirla. ¿Hay dos Estados? No: uno es el Estado, el otro es el Estado profundo, su falsificación, que precisamente como tal consigue actuar y ser obedecido.
Nos encontramos ante la misma situación en el ámbito eclesiástico. El mismo lobby masónico que durante más de dos siglos ha demolido sistemáticamente gobiernos civiles, ha conseguido penetrar en la Iglesia católica, nombrar a sus propios emisarios, eliminar progresivamente toda oposición interna e imponer una serie de cambios radicales que subvierten la enseñanza magisterial de dos mil años. El propósito de estas quintas columnas ha sido apropiarse de la autoridad de la Iglesia para demolerla desde dentro, utilizando la fuerza de la ley para el fin contrario al que la legitima. ¿Son dos Iglesias? Por supuesto que no: una es la Iglesia verdadera, la otra es la Iglesia profunda, es decir, su falsificación, la contra Iglesia, la anti Iglesia del Anticristo.
El arzobispo Fulton Sheen escribió: «El Falso Profeta tendrá una religión sin cruz. Una religión sin un mundo por venir. Una religión para destruir religiones. Habrá una iglesia falsificada. La Iglesia de Cristo [la Iglesia Católica] será una. Y el falso profeta creará otra. La falsa iglesia será mundana, ecuménica y global. Será una federación de iglesias. Y las religiones formarán un cierto tipo de asociación global. Un parlamento mundial de iglesias. Estará vaciado de todo contenido divino y será el cuerpo místico del Anticristo. El cuerpo místico en la tierra hoy tendrá su Judas Iscariote, y será el falso profeta. Satanás lo introducirá entre nuestros obispos».
Pero la Iglesia profunda no se manifiesta oficialmente como tal, porque perdería inmediatamente su poder sobre los fieles. Su propósito es hacer que la gente acepte no tanto y no sólo este o aquel cambio de doctrina, moral, liturgia, sino el cambio mismo, es decir, la idea de una revolución permanente según la cual la enseñanza de la Iglesia debe cambiar e incluso contradecirse según las diferentes épocas y contextos culturales. Una vez que la Iglesia profunda ha conseguido que se acepte este principio, puede actuar en todos los frentes, contradiciendo lo que la Iglesia enseñó hasta el Vaticano II.
Los fieles y clérigos que no son conscientes de este engaño siguen perteneciendo a la Iglesia católica, por supuesto, igual que habrían pertenecido a la Iglesia de hace cien años. Los que se consideran miembros de la «Iglesia conciliar» habrían sido condenados como herejes hace cien años y, por tanto, no pueden considerarse ni siquiera hoy en comunión con la Iglesia católica. La paradoja es que el jefe de la iglesia conciliar, que es herético y apóstata, también puede ser considerado Pontífice de la Santa Iglesia Católica Romana, y como usurpando a Nuestro Señor la voz de Su Esposa para deshonrarla a ella y a Jesucristo mismo.
Aquí también tenemos una superposición de dos entidades -Iglesia y anti Iglesia- en la misma Jerarquía, y esto es lo que constituye el «golpe maestro de Satanás» que el Arzobispo Lefebvre denunció desde el principio.
Usted dice en su nueva declaración que “la Jerarquía conciliar… pertenece a otra entidad y es por eso que no representa a la verdadera Iglesia de Cristo”, mientras que en el pasado (aquí) Usted habló sobre “la co-presencia de dos entidades en Roma: la Iglesia de Cristo ha sido ocupada y eclipsada por la estructura eclesial modernista que se ha establecido en la misma jerarquía y utiliza la autoridad de sus ministros para prevalecer por encima de la Esposa de Cristo y Nuestra Madre”. ¿Usted sostiene ahora que la “Jerarquía Conciliar” está completamente separada de la Iglesia Católica? Además, ¿a quién considera usted parte de la “Jerarquía Conciliar”?
La «Iglesia conciliar» está doctrinal, moral y litúrgicamente separada de la Iglesia católica, pero al mismo tiempo su jerarquía se autodenomina católica, y como tal exige obediencia a los fieles de la verdadera Iglesia. Esta jerarquía no representa a la verdadera Iglesia de Cristo, pero dice representarla, porque si se separara oficialmente de ella ya no podría valerse de la autoridad y de la autoridad de la verdadera Iglesia y tendría que actuar como cualquier otra secta herética. El modernismo, siguiendo la estrategia típica de las sectas masónicas, enseñó a sus emisarios a esconderse, para llegar sin ser molestados a los puestos de mando. Mediante una férrea organización y valiéndose de fieles colaboradores, San Pío X logró erradicar este «pozo negro de todas las herejías», pero recobró fuerza en cuanto el sistema de defensa deseado por el Santo Pontífice fue primero debilitado por ingenuidad y luego deliberadamente anulado por quienes entonces deploraban a los «agoreros», tal como hoy se etiqueta a los «teóricos de la conspiración». El propósito es el mismo que el de quienes inspiraron y financiaron el pacifismo: desarmar al adversario para poder conquistarlo sin resistencia. En efecto, el enemigo ha podido apoderarse de todas las plazas fuertes que la Jerarquía ha dejado culpablemente sin vigilancia.
El último bastión que aún queda después del período postconciliar -el de la sacralidad de la vida- está hoy en grave peligro por la presencia de notorios abortistas neomalthusianos entre los miembros de la Pontificia Academia para la Vida (que han desempeñado o desempeñan todavía importantes funciones en organizaciones abiertamente hostiles a la Iglesia católica) y por la admisión a la Comunión de líderes políticos proabortistas -piénsese, por ejemplo, en Joe Biden y Nancy Pelosi-.
El vergonzoso silencio de los obispos estadounidenses y de la propia Santa Sede sobre la inclusión de los movimientos provida por parte de la Administración Biden en la lista de organizaciones terroristas nos deja horrorizados.
Por lo tanto, el problema no es si estamos en la Iglesia, sino si forman parte de ella quienes usurpan su autoridad para demolerla. Son ellos los que deben ser expulsados, ¡no nosotros! Ellos no forman parte de la Iglesia cuya autoridad han usurpado; por lo tanto, no tienen derecho a hacer lo que hacen y no pueden de ninguna manera exigir obediencia a los fieles.
Matt Gaspers
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