Sean Parker siempre fue un tipo polémico. No en vano fue el creador
de Napster, la plataforma de descargas que segó los tobillos de la
industria discográfica en los años noventa.
Cuando el pasado 8 de noviembre
tomó la palabra en un acto de la firma Axios en Filadelfia para decir
que se arrepentía de haber impulsado Facebook, echó un tronco más al
fuego que viene quemando las redes sociales en 2017, su particular
annus horribilis.
Al fin y al cabo, él fue en 2004 el primer presidente de la plataforma
que comanda Mark Zuckerberg. Explicó que para conseguir que la gente
permaneciera mucho tiempo en la red, había que generar descargas de
dopamina, pequeños instantes de felicidad; y que éstas vendrían de la
mano de los
me gusta de los
amigos. “Eso explota una
vulnerabilidad de la psicología humana”, afirmó. “Los inventores de
esto, tanto yo, como Mark [Zuckerberg], como Kevin Systrom [Instagram] y
toda esa gente, lo sabíamos. A pesar de ello, lo hicimos”.
Parker se declaró ese día objetor de las redes sociales. Culminó su
intervención con una frase inquietante: “Solo Dios sabe lo que se está
haciendo con el cerebro de los niños”.
Hubo un tiempo en el que al que renegaba de estas plataformas se le
tachaba por defecto de resistente al cambio, de viejuno. Ese tiempo
pasó. Una auténtica tormenta se está desatando en torno al papel que
desempeñan las redes sociales en nuestra sociedad. Y son grandes
popes de Silicon Valley los que han empezado a alzar la voz. Se acusa a
Facebook y
Twitter
de haberse convertido en espacios que crispan el debate y lo contaminan
con información falsa. Circula ya la idea de que hay que deshabituarse
en el uso de unas plataformas diseñadas para que pasemos el máximo
tiempo posible en ellas, que crean adicción; las redes (combinadas con
el móvil) como invento contaminante, adictivo, el nuevo tabaco. Un
problema de salud pública. Un problema de salud democrática.
El grupo de
arrepentidos de las redes se ha ido nutriendo en los últimos meses. El pasado 12 de diciembre, un exvicepresidente de Facebook,
Chamath Palihapitiya,
aseguraba que las redes están “desgarrando” el tejido social. “Los
ciclos de retroalimentación a corto plazo impulsados por la dopamina que
hemos creado están destruyendo el funcionamiento de la sociedad”,
declaró en un foro de la Escuela de Negocios Stanford. El 23 de enero,
Tim Cook,
consejero delegado de la todopoderosa Apple, afirmaba que no quería que
su sobrino de 12 años tuviera acceso a las redes sociales. El 7 de
febrero, el actor Jim Carrey vendía sus acciones de la plataforma y
animaba a boicotear Facebook por su pasividad ante la interferencia rusa
en las elecciones.
La percepción que tenemos de las redes ha mutado. Nacieron como un
instrumento para conectar con amigos y compartir ideas. Paliaban el
supuesto aislamiento que generaba Internet. Se convirtieron en una
fuerza democratizadora al calor de la
primavera árabe. Parecían
una herramienta perfecta para el cambio social, empoderaban al
ciudadano. “Daban voz a los que no tenían voz”, recalca en conversación
telefónica desde Reino Unido
Emily Taylor, ejecutiva del
Oxford Information Labs
que lleva 15 años trabajando en asuntos de gobernanza en la Red. “En
tan solo siete años, todo ha cambiado. Preocupan esas campañas políticas
de anuncios dirigidas a alterar los procesos electorales”.
Si Facebook te filtra la información, al final
solo te muestra una visión de los hechos, te radicalizas”, dice la
investigadora Mari Luz Congosto
El paso por las urnas del Brexit y la elección de Donald Trump son
dos de los fenómenos que empujaron a todo el mundo a hacerse preguntas:
¿cómo nadie lo vio llegar?. La respuesta, en parte, se buscó y se
encontró en las redes.
Facebook fue
citada
en octubre por el Comité de Justicia del Congreso norteamericano para
explicar su papel en la interferencia rusa en las elecciones en EE UU en
2016. Admitió que 126 millones de personas habían podido acceder a
contenidos generados por unos supuestos agentes rusos (la Internet
Research Agency), que también colgaron cerca de un millar de vídeos en
YouTube y 131.000 mensajes en Twitter. Entre todas esas
noticias basura se deslizaban historias delirantes como la de que Hillary Clinton había vendido armas al ISIS.
Crispación
Un estudio de Pew Research publicado en octubre de 2016 señala que el
49% de los usuarios norteamericanos consideran que las conversaciones
políticas en las redes sociales son más furiosas que en la vida real.
Contribuyen a la crispación.
“En Twitter”, dice la investigadora Mari Luz Congosto, “el tono es
muy áspero en los últimos dos años. Se ha incrementado el tono agrio,
antes era más jocoso. Los mensajes se han vuelto más duros”.
Desde las redes se arguye que eso es algo imputable a los humanos, no al vehículo que las transmite.
Y desde Twitter recuerdan que las redes están sujetas a la ley y la
legislación europea y que, por ejemplo, una evaluación independiente de
la Comisión Europea apunta que, de media, las compañías tecnológicas han
retirado el 70% de los discursos de odio ilegales que les fueron
notificados.
Pero esta no ha sido la única polémica. Las redes han estado en el foco por la compra de seguidores ficticios por parte de
influencers;
por los linchamientos públicos de personas que son denunciadas en las
redes y quedan condenadas al ostracismo sin juicio mediante; por
siniestros episodios como crímenes emitidos en directo. Y en Myanmar,
Facebook ha vivido uno de sus peores episodios: el año pasado fue
acusada de convertirse en el vector fundamental de la propaganda contra
la minoría
rohingya, víctima de un genocidio.
Annus horribilis.
Un reportaje de investigación publicado la semana pasada por la revista
Wired
pone de manifiesto el infierno interno que la organización ha vivido en
los últimos dos años. La tensión sobre qué hacer una vez embarcados en
lo que era una realidad — su condición de vehículo informativo global—,
las disputas sobre cómo enfrentar la avalancha de noticias falsas y la
crispación que inundaba sus páginas ha segado el optimismo reinante,
incluido el del propio Zuckerberg.
Es un hecho. Facebook es la plataforma líder en redirigir a los
lectores hacia contenidos informativos desde mediados de 2015, cuando
superó en esto a Google. Más de 2.130 millones de personas forman parte
de su comunidad. Hay 332 millones en Twitter. Dos tercios de los adultos
norteamericanos (el 67%) declaran que se informan vía redes sociales,
según
un estudio de agosto de 2017 realizado por el Pew Research Centre.
Facebook no crea contenidos, pero sí los ordena. Primero decidió
llevar a cabo una labor editorial con un equipo de periodistas que
elegían las noticias más populares. Después, tras varios escándalos
durante la campaña, apostaron por los algoritmos, delegaron en la
máquina. El tiro les ha salido por la culata.
*
El problema es el modelo de negocio. Así lo señala Emily Taylor. El
usuario acepta ceder datos a cambio de un servicio gratuito. Los
algoritmos usan esa información para determinar los intereses del
usuario. Las firmas publicitarias pagan por ello. “No solo se extraen
datos de lo que se cuelga públicamente”, precisa Taylor, “sino también
de la localización, de los mensajes privados”. Cuanto más tiempo pasamos
en la plataforma, más datos se pueden extraer. Una noticia chocante,
sensacionalista, incluso inverosímil, llama más a la lectura que un
sosegado y equilibrado análisis. Una deriva que afecta tanto a las redes
como a los medios de comunicación tradicionales.
Facebook no crea contenidos, pero sí los ordena.
Primero decidió llevar a cabo una labor editorial con un equipo de
periodistas que elegían las noticias más populares
Luego está la cuestión del algoritmo. El usuario de una plataforma
como Facebook no ve todo lo que publican sus amigos. Ve lo que la
máquina elige conforme a una fórmula que Facebook no revela. “Te muestra
lo que quiere el algoritmo, no sabemos con qué objetivo, si perverso o
no”, dice Mari Luz Congosto, experta en redes e investigadora del grupo
de telemática de la Universidad Carlos III. “Pierdes una parte de tu
libertad y la plataforma hace negocio con eso. Manipula lo que la gente
lee, marca el camino”.
Y el problema es que el algoritmo manda cada vez más. Hemos pasado de
un Internet al que se accedía mediante ordenadores, en los que uno
buscaba, exploraba, a uno al que se llega mediante aplicaciones
instaladas en el móvil. Algo que sucede, sobre todo, con toda una
generación de jóvenes que
viven dentro de su teléfono. Y que
ocurre en países pobres con mucho teléfono y poco ordenador. “Internet
llega a ti mediante un algoritmo, no eres tú el que vas a buscar algo a
Internet”, asegura en conversación telefónica desde Bogotá la abogada y
activista digital guatemalteca
Renata
Ávila, asesora legal de derechos digitales de la World Wide Web
Foundation, organización presidido por Tim Berners-Lee, el inventor de
la
world wide web. Y recurre a una metáfora: “Antes operábamos
en la calle, el mundo era nuestro, entrabamos y salíamos de los
edificios. Ahora estamos encerrados en un centro comercial con reglas
estrictas que solo buscan maximizar el modelo de negocio”.
“Internet llega a ti mediante un algoritmo, no
eres tú el que vas a buscar algo a Internet”, asegura la abogada y
activista digital guatemalteca Renata Ávila
Para Ávila, el problema no es exclusivo de Facebook, ni mucho menos.
Todas las plataformas funcionan igual: “El problema es la arquitectura
del móvil, de las
apps. El modelo de negocio”.
A todo ello hay que añadir el efecto burbuja. El usuario lee lo que
le mandan sus amigos y la gente que le es afín ideológicamente: un
estudio publicado en la revista científica norteamericana PNAS y que
analizó 376 millones de interacciones entre usuarios de Facebook
concluyó que la gente tiende a buscar información alineada con sus ideas
políticas. “Si Facebook te filtra la información”, opina la
investigadora de redes Mari Luz Congosto, “al final solo te muestra una
visión de los hechos, te la refuerza y, por tanto, te radicalizas”.
*
El modelo de negocio también está detrás del problema de la adicción a
las redes, diseñadas para enganchar al usuario. Algún día puede que
tengan que responder por ello, como lo tuvo que hacer la industria del
tabaco.
Personas esclavizadas por su perfil, por la imagen que deben dar a
sus seguidores; chicas que con el paso del tiempo se fotografían cada
vez con menos ropa en Instagram para conseguir más
likes;
adolescentes que no se despegan del teléfono por la cantidad de mensajes
a los que se ven obligados a contestar y cuya amistad parece evaluarse
en términos de
rayitas que marcan sus interacciones en Snapchat. La lista de críticas al impacto social de estas plataformas es variada.
En la última edición del Foro de Davos, el multimillonario
George Soros
resumió en una intervención los problemas que, estima, plantean las
redes. Dijo que mientras las compañías petrolíferas y de minería
explotan el medio ambiente, las redes sociales explotan el ambiente.
Que, al influir en el modo en que la gente piensa y se comporta,
implican un riesgo para la democracia.
Ahora les llueven las críticas, pero tienen muchas líneas de defensa.
Cuando el pasado 10 de enero el escritor Lorenzo Silva anunciaba que,
harto de ruido, tiempo perdido e insultos, dejaba Twitter, la periodista
y prolífica
tuitera Carmela Ríos publicó un decálogo de las razones
que le llevan a mantenerse en esta red social. Escribió: “Estoy en
Twitter porque es una herramienta de comunicación política del siglo
XXI”. Y a partir de ahí desgranó sus motivos en 10 tuits: “Porque las
redes son necesarias en la era de la desinformación, no es posible
detectar o combatir noticias falsas sin conocer su ecosistema natural”;
“porque he aprendido con los años a racionar su uso”; “porque es una
maravillosa fuente de conocimiento”; “porque he aprendido a discriminar
entre sus mejores usos (el menos interesante, sin duda, la tertulia o el
debate político)”; y porque permite “conocer a personas cuyas ideas,
conocimientos, proyectos o sentimientos merecen la pena”.
Este periódico solicitó hablar con algún portavoz de Facebook y de
Twitter para que pudieran responder a algunas preguntas. Ambas
ofrecieron, en cambio, enviar información por correo electrónico.
*
La cuestión es qué hacer. Porque aunque Zuckerberg ha anunciado que
está dispuesto a poner coto a noticias, marcas y memes, aunque vaya a
retocar el algoritmo para que haya menos información y más relación
entre usuarios, no querrá perder los ingresos en publicidad que entran
en función del tiempo que se emplea en su red.
Jonathan Taplin, emprendedor que publicó el año pasado el libro
Move Fast And Break Things: How Facebook, Google And Amazon Cornered Culture And Undermined Democracy
(Muévete rápido y rompe: cómo Facebook, Google y Amazon arrinconaron la
cultura y socavaron la democracia), tiene todas sus esperanzas puestas
en la UE. “Europa está liderando al mundo en esto”, declara en
conversación telefónica desde California este director emérito del
Laboratorio de Innovación Annenberg de la Universidad de Carolina del
Sur y exproductor cinematográfico. “Debemos agradecer, por ejemplo, que
se
multara a Google [2.420 millones de euros por abuso de posición dominante]".
El productor Jonathan Taplin aboga por reducir el tamaño de estos imperios. Que Facebook se desprenda de Instagram y Whatsapp
El nuevo Reglamento General de Protección de Datos de la UE, que se
espera para mayo, es visto por múltiples expertos como un catalizador
para fortalecer la protección de datos de los ciudadanos. “Hay que
regular”, sostiene Taplin, “necesitamos leyes; no es el mercado el que
va a solucionar el problema”. Taplin aboga por reducir por ley el tamaño
de estos imperios: obligar a Google a que venda YouTube; a Facebook, a
desprenderse de Instagram y WhatsApp; aplicar leyes de la competencia,
redimensionar.
The Economist proponía en noviembre en un artículo que las redes deberían dejar más claro si un
post viene de un amigo o de una fuente fiable, mantener a raya a los
bots que amplifican los mensajes y adaptar sus algoritmos para poner las noticias
pincha-pincha
[las que provocan muchos clics] al final del muro para evitar así que
los reguladores acaben imponiendo cambios en un modelo de negocio basado
en monopolizar la atención.
Los
grandes de Silicon Valley, mientras, han enviado a un ejército de
lobistas a Washington. Temen que les ocurra como a Microsoft, condenada por prácticas abusivas de monopolio.
Hay voces que reclaman que las plataformas tengan que responder por
lo que se publica en ellas. Algo a lo que las redes responden que se
niegan a convertirse en árbitros de la verdad. Hay otras que reclaman
que los programas educativos incluyan elementos prácticos que permitan a
los más jóvenes aprender a manejar el componente adictivo de las redes.
Hay quien dice, en fin, en un claro alarde de optimismo
antropológico, que la gente progresivamente pasará de ellas como de la
comida basura, optará por dedicar su tiempo de lectura a bocados más
selectos.