El papa Francisco y el undécimo (nuevo) mandamiento (interesado): «No rechazar a los migrantes»

 

«Hay que decirlo claramente: hay quienes trabajan sistemáticamente y por todos los medios para rechazar a los inmigrantes, para rechazar a los inmigrantes. Y esto, cuando se hace a conciencia y con responsabilidad, es un pecado grave. […]

Dios mismo atraviesa el mar y el desierto; Dios no permanece a distancia, no, comparte el drama de los migrantes, Dios está con ellos, con los migrantes, sufre con ellos, con los migrantes, llora y espera con ellos, con los migrantes. Nos hará bien hoy pensar: el Señor está con nuestros migrantes en el mare nostrum, el Señor está con ellos, no con quienes los rechazan».

Estas son las palabras pronunciadas por el Papa Francisco en la audiencia general del miércoles 28 de agosto en la Plaza de San Pedro (AQUÍ) y estas palabras -si tienen, como deben tener, un significado claro y preciso- deben ser analizadas en su gravedad.

En primer lugar, el Papa Francisco utiliza el término absoluto «pecado grave» sin excepción, violando un nuevo undécimo mandamiento: es, por tanto, pecado grave «rechazar a los migrantes», sin excepción; y entonces -recurriendo a los principios generales de la doctrina católica aprendidos desde los primeros años de vida- si este pecado grave es cometido o provocado (directa o indirectamente) con plena advertencia y deliberado consentimiento, la persona que lo comete se encuentra en estado de pecado mortal, no puede acceder a la Sagrada Comunión y «provoca la exclusión del reino de Cristo y la muerte eterna del infierno» (n. 1861 del CIC).

¿Pero la Iglesia católica, la doctrina, los Papas anteriores y -quién sabe…- incluso el papa Francisco consideran que esto es así? Es decir, que es un «pecado grave» («grave» sin excepción, y por tanto -repetimos- potencialmente mortal) no acudir al rescate no de quienes involuntariamente (o quizá imprudentemente) naufragan en el mar, sino de quienes conscientemente (u obligados por criminales internacionales) se colocan conscientemente en una situación de grave peligro para invocar (o exigir) el rescate por parte de organizaciones de carácter privado o público, pero en todo caso a costa de una comunidad nacional.

 

¿Y es posible también que prácticamente todos (todos) los Estados europeos (formalmente católicos o al menos cristianos), lleven a cabo en esta materia actos que puedan ser definidos como «pecados graves»?

Dado que -como escribió en 1960 el cardenal conservador Alfredo Ottaviani- “Ecclesiae non competit potestas directa in res temporales” (a la Iglesia no le corresponde el poder directo en los asuntos temporales) – el punto de partida es el Catecismo de la Iglesia Católica, publicado por San Juan Pablo II el 11 de octubre de 1992, que en el nº 2241 explica: “Las naciones más prósperas tienen el deber de acoger, en cuanto sea posible, al extranjero que busca la seguridad y los medios de vida que no puede encontrar en su país de origen. Las autoridades deben velar para que se respete el derecho natural que coloca al huésped bajo la protección de quienes lo reciben” y agrega” Las autoridades civiles, atendiendo al bien común del cual son responsables, pueden subordinar el ejercicio del derecho de inmigración a diversas condiciones jurídicas, especialmente en lo que concierne a los deberes de los migrantes respecto al país que los recibe. El inmigrante está obligado a respetar con gratitud el patrimonio material y espiritual del país que lo acoge, a obedecer sus leyes y contribuir a sus cargas”.

Y ya el Catecismo de la Iglesia Católica -que tiene la tarea de «conservar y presentar el precioso depósito de la doctrina cristiana» (Constitución Apostólica Fidei donum para la publicación del Catecismo de la Iglesia Católica)- no sólo no indica el rechazo de los inmigrantes como «pecado grave», sino que, con la inteligencia y clarividencia típicas de la enseñanza de la Iglesia Católica iluminada por la Fe, establece condiciones y límites a la acogida de extranjeros, además de imponer claros deberes a los inmigrantes.

Todas estas son nociones que han estado completamente ausentes de los discursos y declaraciones (nos cuesta, y pedimos disculpas, llamarlas «magisterio») del pontífice de los últimos once años.

¿Y qué pensaban los predecesores del papa Francisco sobre la inmigración y sus (necesarios) límites?

En el mensaje para la LXXXVII Jornada Mundial de las Migraciones –La pastoral de los emigrantes, camino para cumplir la misión de la Iglesia, hoy (2 de febrero de 2001)-, San Juan Pablo II escribió: “La Iglesia lo reconoce a todo hombre, en el doble aspecto de la posibilidad de salir del propio país y la posibilidad de entrar en otro, en busca de mejores condiciones de vida. Desde luego, el ejercicio de ese derecho ha de ser reglamentado, porque una aplicación indiscriminada ocasionaría daño y perjuicio al bien común de las comunidades que acogen al migrante. Ante la afluencia de tantos intereses al lado de las leyes de los distintos países, es preciso que existan normas internacionales capaces de establecer los derechos de cada uno, para impedir decisiones unilaterales que podrían ser perjudiciales para los más débiles”.

Diez años más tarde, en el Mensaje para la Jornada Mundial del Emigrante y del Refugiado –Una sola familia humana (27 de setiembre de 2010)-, el papa Benedicto XVI escribió: “Al mismo tiempo, los Estados tienen el derecho de regular los flujos migratorios y defender sus fronteras, asegurando siempre el respeto debido a la dignidad de toda persona humana. Los inmigrantes, además, tienen el deber de integrarse en el país de acogida, respetando sus leyes y la identidad nacional. «Se trata, pues, de conjugar la acogida que se debe a todos los seres humanos, en especial si son indigentes, con la consideración sobre las condiciones indispensables para una vida decorosa y pacífica, tanto para los habitantes originarios como para los nuevos llegados» (Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2001, n. 13)”.

Y dos años después, en el Mensaje para la Jornada Mundial del Emigrante y del Refugiado –Migraciones: peregrinación de fe y de esperanza (12 de octubre de 2012)-, el papa Benedicto XVI escribió: “Es cierto que cada Estado tiene el derecho de regular los flujos migratorios y adoptar medidas políticas dictadas por las exigencias generales del bien común, pero garantizando siempre el respeto de la dignidad de toda persona humana. […] en el actual contexto socio-político, antes incluso que el derecho a emigrar, hay que reafirmar el derecho a no emigrar, es decir, a tener las condiciones para permanecer en la propia tierra, repitiendo con el Beato Juan Pablo II que «es un derecho primario del hombre vivir en su propia patria. Sin embargo, este derecho es efectivo sólo si se tienen constantemente bajo control los factores que impulsan a la emigración» (Discurso al IV Congreso mundial de las Migraciones1998). […] El camino de la integración incluye derechos y deberes, atención y cuidado a los emigrantes para que tengan una vida digna, pero también atención por parte de los emigrantes hacia los valores que ofrece la sociedad en la que se insertan”.

Se trata -con toda claridad- de enseñanzas muy alejadas, si no divergentes, del «pecado grave» sin excepción de violar el nuevo undécimo mandamiento: no rechazar a los migrantes.

¿Pero estamos seguros de que, en sus ya once años de pontificado, el Papa Francisco se ha expresado siempre coherentemente con la postura que manifestó en la Plaza San Pedro el pasado 28 de agosto?

Nuestra memoria nos obliga a recordar las palabras pronunciadas (espontáneamente) en el discurso durante el encuentro con los obispos con motivo de la XXXI Jornada Mundial de la Juventud (Catedral de Cracovia, 27 de julio de 2016), en las que el papa Francisco respondió: “La corrupción es verdaderamente el origen de la emigración. ¿Qué hacer? Creo que cada país debe ver cómo y cuándo: no todos los países son iguales; no todos los países tienen las mismas posibilidades. Pero sí tienen la posibilidad de ser generosos. Generosos como cristianos. No podemos invertir allí, pero para los que vienen… ¿Cuántos y cómo? No se puede dar una respuesta universal, porque la acogida depende de la situación de cada País y también de la cultura. Pero ciertamente se pueden hacer muchas cosas. Por ejemplo la oración: una vez por semana, la oración ante el Santísimo Sacramento con una oración para quienes llaman a la puerta de Europa y no logran entrar. Algunos lo logran, pero otros no. Después entra uno y emprende un camino que genera miedo. Hay países que han sabido integrar bien a los emigrantes desde hace años. Han sabido integrarlos bien. En otros, desgraciadamente, se han formado como guetos. Se debe hacer toda una reforma, a nivel mundial, sobre este compromiso, sobre la acogida. De todos modos, es un aspecto relativo: absoluto es el corazón abierto para acoger. Esto es lo absoluto. Con la oración, la intercesión, hacer lo que puedo. Relativo es el modo cómo lo puedo hacer: no todos lo pueden hacer de la misma manera. Pero el problema es mundial”.

Así, hace apenas ocho años, el papa Francisco afirmaba que la acogida de migrantes es un «aspecto relativo» y no «absoluto», y cada país debe «ver cómo y cuándo»: ¿cómo es posible conciliar «este» papa Francisco (y la doctrina católica y el Magisterio pontificio) con «aquel» papa Francisco que el 28 de julio sentenció que «rechazar a los migrantes es un pecado grave»?

Es cierto -como decía un viejo estadista italiano- que «pensar mal es pecar»… y entre todos los «pecados graves» tratados en este artículo, no quisiéramos añadir ninguno más… pero… «a veces se acierta», y por tanto la noticia que salió cuatro días antes (24 de agosto) y que está bien explicada en el artículo público del diario Il giornale (AQUÍ) puede no ser del todo ajena a esta intemperancia migratoria: «Rezo por ustedes». El Papa bendice el Mare Jonio. Y los obispos lanzan al mar su barca.

Bergoglio envía una misiva a la tripulación del Mare Jonio al que se unirá en la misión una embarcación financiada por la Fundación Migrantes de la Conferencia Episcopal Italiana.

Una vez más, el papa Francisco expresa su vinculación con la ONG Mediterranea Saving Humans, que utiliza el barco Mare Jonio para recuperar inmigrantes en el mar Mediterráneo. Con un mensaje enviado al capellán de la ONG, el padre Mattia Ferrari, que se encuentra a bordo del barco que partió ayer de Trapani rumbo al Mediterráneo central, el Santo Padre ha querido dar su «bendición a la tripulación de Mediterranea Saving Humans y a Migrantes». Y a continuación, añadió el Pontífice en la misiva, «rezo por ustedes» y luego agradeció a la ONG comprometida en el rescate de migrantes, «por vuestro testimonio», invocando también la bendición de Dios y de la Virgen.

La que comenzó ayer es la primera misión que Mediterranea Saving Humans, con su barco Mare Jonio, lleva a cabo junto con la Fundación Migrantes de la Conferencia Episcopal Italiana. No es un elemento secundario, un apoyo formal a la misión, sino un apoyo concreto a la organización, que puede contar con un segundo barco de acompañamiento, financiado por los obispos, a bordo del cual hay otros voluntarios y personal médico, además de un mediador cultural y un pequeño grupo de periodistas. Es la primera vez que el Estado Vaticano, a través de uno de sus organismos, interviene directamente en una misión en el mar, que luego llevará a los migrantes a Italia.

«Es una embarcación de apoyo preparada junto con Migrantes, con dos directores diocesanos de Fano y Caltanissetta a bordo. Se trata de una pieza más en una colaboración con la Iglesia que dura desde hace años y que se compone sobre todo de muchas relaciones y a varios niveles, desde las parroquias a las diócesis, a la Iglesia universal», declaró Don Ferrari a Vatican news. Hace menos de un año, un reportaje del semanario Panorama [AQUÍ en MiL: Nota del editor], sacó a la luz algunas conexiones poco claras entre la ONG de Luca Casarini y el Vaticano, precisamente por el dinero que los obispos han pagado a la ONG a lo largo del tiempo. Hasta ahora, sin embargo, el apoyo sólo había sido externo y nunca se había pensado que la Iglesia pudiera intervenir con su propio barco en el Mediterráneo.

«Esta es la Iglesia que nos gusta, la que apoya prácticas concretas. Quiero decirlo como converso: esto es el Evangelio. Ama a tu prójimo como a ti mismo se aplica especialmente en el mar», dijo Luca Casarini el pasado diciembre en una entrevista sobre unas interceptaciones que se convirtieron en un caso, no sólo político.

Hacerse a la mar, dijo Don Ferrari a Vatican News en su última entrevista, significa «romper este muro de cinismo e indiferencia», para poder «despertar las conciencias, porque la sociedad está demasiado distraída y no podemos seguir tolerando esta masacre continua de naufragios y de rechazos».

En definitiva, la Conferencia Episcopal Italiana participa ahora directamente con dinero (el que proviene del ocho por mil y de las ofrendas de los fieles) y estructuras (su propio barco, adquirido a través de la Fundación Migrantes) en la recuperación en el mar de migrantes (que, como explicamos más arriba, no son náufragos) junto a la asociación de promoción social Mediterranea saving humans, de la que el antagonista activista no global Luca Casarini -nombrado “Padre Sinodal” por el propio papa Francisco- es fundador y miembro de la junta directiva.

La sospecha -pero mejor sería decir el temor- de que los intereses económicos (y la presión de los «grandes electores» y de la omnipresente «mafia de San Galo») influyeron en las palabras pronunciadas el 28 de agosto está fundada, y aunque «pensar mal es pecar»… esperemos que no sea un «pecado grave».

L.V.

 

 

 PARA TEMBLAR ....
CASI 420 Mill de Africanos
jóvenes sin trabajo en sus lugares, se preparan para emigrar a Europa en un periodo de cinco años.
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