Hubo varios episodios en los que se bordeó el abismo
La historia la cuenta con todo detalle Martin J. Sherwin en Gambling with Armageddon y la atribuye a la «plain dumb luck», pura y simple suerte: el 27 de octubre de 1962 uno de los cuatro submarinos soviéticos desplegados en torno a Cuba fue detectado por la flota estadounidense que, según la orden dada por Kennedy cinco días antes, estaba encargada de bloquear la isla. Su tripulación no pasaba por su mejor momento, pues siendo un submarino diseñado para navegar las frías aguas del Atlántico Norte e imposibilitado de salir a superficie, debían afrontar niveles muy altos de CO2 y temperaturas de más de 45 grados, lo que les provocaba frecuentes desmayos. Además, ahora, tras varios días de persecución y huida en un ambiente prebélico, estaban bajo un fuego enemigo que era lanzado como señal de aviso, aunque ellos lo interpretaron como un ataque. Lo cual suponía un problema, dado que la nave estaba equipada con un arma nuclear de una potencia equivalente a las bombas lanzadas sobre Japón, y se había acordado entre los cuatro submarinos rusos que ante la falta de comunicación directa con Moscú si uno la usaba, los otros tres también lo harían.
El capitán, según describió un miembro de la tripulación, tenía ya por entonces los nervios destrozados, gritando a todo el mundo en un estado de paranoia, ordenó preparar el torpedo nuclear y proclamó que «puede que la guerra haya empezado ahí fuera, ahora vamos a aplastarlos. Moriremos, pero los hundiremos a todos. No seremos la vergüenza de la flota». Un momento, habíamos comenzado hablando de suerte y es ahora cuando entra en escena de la mano de un oficial, segundo al mando, llamado Vasily Arkhipov. Quiso la casualidad que el año anterior estuviera destinado en el célebre submarino K-19, cuya historia sobre el escape radioactivo que sufrió fue llevada al cine hace unos años en una cinta protagonizada por Harrison Ford (el papel inspirado en Vasily lo interpretó Liam Neeson). Según su viuda, el hecho de haber visto morir por intoxicación radioactiva a varios de sus compañeros le hizo particularmente sensible a la amenaza de una guerra nuclear y eso le llevó a oponerse al capitán del submarino. Supo interpretar, correctamente, que los disparos contra la nave fueron solo de advertencia y por tanto no debían reaccionar lanzando el torpedo nuclear. Logró persuadir al capitán y esa es la decisión que finalmente se tomó… como podemos constatar por el hecho de que sigamos dando vueltas por este mundo. Eso es un final feliz y no lo de las peluquerías chinas.
Hubo otros episodios en los que se bordeó el abismo durante la crisis de los misiles de Cuba, como el derribo no autorizado por Moscú del avión U2 —que daría nombre a la banda irlandesa— o el envío por error a la base militar de Okinawa de un mensaje de lanzamiento de misiles contra objetivos rusos y chinos. También en el conjunto de la Guerra Fría se vivieron momentos límite como el llamado «Incidente del equinoccio de otoño», el 26 de septiembre de 1983 (el documental The Man Who Saved the World ofrece una recreación dramatizada a partir de aquí), cuando un error informático en un radar alertó del lanzamiento de misiles balísticos contra la URSS. Décadas después de todos aquellos eventos podemos discutir pausadamente la atribución de errores y señalar causas, pero quienes los protagonizaron debían actuar en caliente, a partir de la escasa información disponible y sin marcha atrás. Por cada error técnico, malentendido, orden no acatada o reacción emocional, hubo también personas en diferentes posiciones que supieron actuar con sangre fría y prudencia para contrarrestar todo lo anterior. ¿Y si en algún momento dejaba de haberlas?
La posibilidad de que se desatara el apocalipsis era estremecedoramente factible, aun cuando ninguno de los contendientes lo deseara, y la lógica inherente desde los comienzos de la carrera armamentística planteaba que, de producirse, el enfrentamiento debía ser definitivo. Conceptos estratégicos como Overkill o MAD (Mutually Assured Destruction) exigían que el ataque debía ser tan devastador que sobrepasase cualquier posibilidad defensiva —aunque eso supusiera bombardear varias veces el mismo objetivo— y disipara en la mente del rival la tentación de recurrir a esta guerra pensando en que las pérdidas fueran asimilables. ¿Por qué entonces abundaron a partir de los años cincuenta los programas de instrucción cívica sobre cómo sobrevivir a un holocausto nuclear?
Si uno piensa en qué posibilidades hay de sobrevivir a: 1º) la explosión de miles de misiles con ojivas múltiples, 2º) la radiación, 3º) el invierno nuclear, 4º) la falta de recursos como alimentos, energía, sanidad…, 5º) el colapso del orden social y la autoridad estatal, etc… Entonces recibir recomendaciones al respecto es algo así como que te expliquen la mejor postura en la que aterrizar si caes desde una décima planta. La respuesta está, en parte, en la ilusión de seguridad que creaba en la población, aunque, principalmente, en hacer creer al enemigo que todo un país valoraba seriamente ese escenario y estaba tan decidido —o desquiciado— que llegado el momento usaría su arsenal. Nixon lo llamaba «Teoría del loco». Tan importante en su efecto disuasorio es tener un arma como mostrarse dispuesto a utilizarla, sean cuales fueren las consecuencias.
Así que, en la propaganda de la época, tal como vemos en el vídeo de la tortuga Bert, se recomendaba que ante una sirena de alarma o un brillo cegador en el cielo uno dejara cualquier cosa que estuviera haciendo y procediera a agazaparse junto a un muro o bajo una mesa, cubriéndose la cabeza con las manos. Bien ¿Y luego? Tampoco va más allá. Habrá que esperar unos años para encontrar instrucciones algo más precisas sobre qué hacer a continuación, por ejemplo, para protegerse frente al polvo radioactivo que provoque la explosión. En el documental de 1955 Fallout contaban que tras una explosión nuclear convenía mirar el cielo para comprobar si llovía polvo radioactivo, en caso de que fuera de día y, si era de noche, entonces poner un plato 15 minutos fuera de casa para comprobar si caía algo sobre él. En tal caso había que refugiarse lejos de puertas y ventanas o, a ser posible, en un sótano, tras sacos de arena o bien pilas de libros y revistas. Si, además, contaba con alimentos, linternas y una radio para escuchar instrucciones de las autoridades, entonces ya podía uno estar tranquilo… Aunque ahora que contamos con la experiencia de la pandemia y de aquello que nos recomendaron esos días, cabe pensar si no será mejor dejarla apagada.
Una década después, en 1965, en Radioactive Fallout And Shelter nos encontramos un estilo más adulto y científico, con especificaciones sobre diferentes tipos de radiaciones, así como un desconcertante detallismo en explicaciones sobre la manera en que abrir un paquete de pan de molde cuyo envoltorio pudiera tener radiación ¡La diferencia entre la vida y la muerte! Mientras que a partir de los años 70 los anuncios de Protect&Survive por su tono desangelado y por consejos sobre cómo lidiar con los cadáveres de tu familia —no hay que tenerlos más de cinco días guardados— nos revelan su origen genuinamente británico. Llegados los 80 con Reagan se recrudeció la Guerra Fría, pero era también la edad dorada de la cultura pop y las referencias a la hecatombe nuclear ya solo podían ser irónicas, alegres o apocalípticas, no se podía seguir fingiendo que un buen ciudadano podría solventar el asunto tomando precauciones.
Lamentablemente, más allá del ámbito tecnocientífico no existe tal cosa como el progreso, así que desde aquel punto álgido de fascinantes distopías madmaxianas, Spitting Image y temas pegadizos hemos vuelto a la misma incertidumbre, aunque en el ámbito cultural se ha ido claramente a peor. Los negros augurios sobre una calamidad de esta naturaleza han regresado con fuerza en estos últimos tiempos al calor de los conflictos geopolíticos en Ucrania, Oriente Medio, Taiwán y el Mar de China (está por ver si seguirá habiendo gente con nervios templados que tome decisiones prudentes), pero ahora los avisos, como este anuncio del Servicio de Emergencias de Nueva York, acordes al espíritu de la época, han sustituido a los hombres blancos por mujeres racializadas y los dibujos animados por infografías. Eso sí, los consejos mantienen la candidez de antaño: no hay que salir de casa y conviene cerrar las ventanas en caso de catástrofe atómica. Claro que, suponiendo que el edificio se mantenga en pie y quedasen ventanas por cerrar, lo que está claro es que ya no habrá electricidad ni agua corriente y de los envíos de Amazon despidámonos ¿Cuántos días puede alguien en tales condiciones permanecer encerrado en su pisito? ¿Qué encontrará afuera el día que salga a ese nuevo mundo radioactivo, sin recursos ni forma de hacer cumplir las leyes? Está claro que sobrevivir a una guerra nuclear será, de nuevo, una cuestión de pura y simple suerte… Aunque no sabemos si buena o mala, pues el que aguante unos días más quizá termine envidiando a los que cayeron primero.
Javier Bilbao
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